Vindicación de la República de las letras
Fernando Jiménez Colorado
Room in New York, Edward Hopper, 1932. Sheldon Museum of Art, Lincoln, Nebraska. Detalle.
I.- He leído con mucho gusto y aprovechamiento el artículo No estamos solos de Fernando Mínguez Hernández en las mismas páginas de la revista que ha tenido la generosidad (o la temeridad) de publicar las presentes líneas.
Según toda probabilidad, la cultura no pasa por su mejor momento. Si antes era ese sustrato común que permitía cimentar la solidaridad del género humano, hoy puede ser empleado como un factor divisorio para empujar a la soledad a quienes la cultiven. Ya decía Carl Jung en sus Recuerdos, sueños, pensamientos que: “En el fondo era ya en mi infancia tal como hoy es todavía. De niño me sentía aislado, y aún hoy lo soy, porque sé cosas y debo señalar que de ellas aparentemente nadie sabe nada ni quieren en su mayoría saberlas. La soledad no nace porque uno no tenga a nadie a su alrededor sino más bien porque las cosas que a uno le parecen importantes no puede comunicarlas a los demás, o considera válidas ideas que los demás tienen por improbables. […] Cuando un hombre sabe más que los demás se queda solo.”
Aunque la cultura pierda terreno cada día, o precisamente por eso, es más necesaria que nunca. Si bien tiene múltiples manifestaciones que no es preciso enumerar, quiero centrarme en la que más poderosamente me interpela: la literatura.
II.- Los libros salvan. Salvan a las almas solitarias para las que el mundo exterior es un lugar hostil, vulgar y sin casi magia. Para los corazones inquietos, esta vida nunca es suficiente, deseando escapar a la limitada realidad de la tierra. Elevan sus ojos hacia el cielo de las ideas, anhelando encontrar lo bello, lo bueno y lo justo. Como narra maravillosamente Ovidio en sus Metamorfosis, mientras que el resto de las criaturas viven postradas mirando al suelo, esclavizadas por sus estómagos, el hombre vive erguido mirando al cielo, maravillándose con las estrellas. Y eso que él no sabía, ni podía imaginar, que un buen día soñaríamos con conquistarlas, que casi ayer pisamos la Luna y que, tal vez mañana, hagamos lo propio en Marte.
Los libros también salvan de momentos oscuros, ayudando a sortear las dificultades del camino. Qué alivio es dejar de lado nuestras miserias para disfrutar de una buena aventura, redescubrir los episodios más increíbles de nuestra historia o sumergirnos en las reflexiones luminosas, ponderadas y provechosas de los sabios. En mi caso, recurro a la joyita La sombra del Águila, de Pérez-Reverte, que siempre me levanta el ánimo con su genial y disparatado humor.
Qué cierto es, a fin de cuentas, aquello que afirmaba Marcel Proust: “el hallazgo afortunado de un buen libro puede cambiar el destino de un alma.”
III.- La literatura nos rescata precisamente porque es inútil. Al menos lo es desde ese punto de vista mercantil que pretende imponer su triste lógica a todos los órdenes de nuestra vida, desterrando la curiosidad en nombre de la utilidad.
Hace no tanto, vivíamos en una civilización de héroes que imprimía a la vida un sentido épico, sublimador de la tragedia de la condición humana. Ahora vivimos en una plaza de mercaderes, que le da a todo un sentido práctico o productivo, afanado en acumular febrilmente bienes, hasta el punto de convertir al ser humano en un bien más. Qué desolador es que alguien diga que “consume” cultura, cuando ésta no es un bien que se consuma, sino un valor del que se goza. Qué mejor prueba de esta desertificación del espíritu que las redes sociales. Esas que, además de desaprender la paciencia y espolear las más bajas pasiones, emponzoñan las mentes al reducir el éxito a hacer mucho dinero sin esfuerzo y a esculpir el cuerpo perfecto. Y sin embargo, qué poca sustancia hay sobre cómo forjar el espíritu, en nutrir la mente y en entender los meandros del corazón. Los gimnasios están llenos y abrir uno es negocio seguro. En cambio, mantener una librería abierta es hoy una empresa suicida.
Es fundamental reivindicar, como hizo magistralmente Nuccio Ordine, la utilidad de lo inútil. El ser humano es el único que se afana gustosamente en lo inútil, en lo que va más allá de lo estrictamente necesario para sobrevivir. Porque no nos basta con sobrevivir, pues ansiamos vivir, tenemos un apetito insaciable por el infinito, por las buenas historias, por saber siempre más, por desentrañar poco a poco el gran misterio del universo. Y me temo que, sin libros, sin poder vivir tantas otras vidas al mismo tiempo (como canta fabulosamente Joaquín Sabina en La del pirata cojo), tal empeño es mucho más difícil.
IV.- Tan inútil no debe ser la cultura, si desde todos los frentes es asediada implacablemente, fomentando la idea de que la ignorancia no sólo no debe ser prudentemente escondida y esforzadamente corregida, sino que puede llevarse a gala, como un delirante timbre de honor.
Es sabido que lo primero que hace un régimen autoritario al tomar el poder es distinguir entre libros permitidos y prohibidos. Hoy ni siquiera hace falta un Estado censor, pues la propia sociedad, envenenada por los demagogos que señalan al enemigo a batir, se lanza en tromba contra quienes se atreven a pensar distinto. Y se entregan a ello con insensata furia, no sólo por satisfacer descarriadamente un sentimiento de pertenencia, sino también por temor a que las conciencias críticas que resisten al pensamiento dominante puedan quebrar la ficción en que viven instaladas las masas. La cómoda ilusión que despoja a los ciudadanos de su condición para convertirles en consumidores permanentes y en electores esporádicos, sometidos a la misma propaganda que les diga lo que deben hacer, evitándoles la molestia insoportable de pensar, de decidir y de hacerse responsables de sus elecciones.
Si leer se está convirtiendo en un acto sedicioso, es más necesario que nunca que siga habiendo herejes.
V.- Como bien apunta mi tocayo, no estamos solos. Aunque nuestros números sean escasos y no siempre estemos muy bien avenidos, todavía conformamos esta exhausta cofradía de caballeros del espíritu, encargada de defender esa ciudadela que nuestros antepasados bautizaron República de las letras.
Rodeada de fosos de tinta, sus muros no son de gruesa piedra, sino de fino papel en el que los centinelas, que no blanden lanzas sino plumas, van escribiendo con mimo y paciencia todos los episodios que conforman la epopeya de nuestra raza. Bajo los pórticos pintados de su soberbia plaza de armas podemos conversar con los muertos. A través de las páginas que han sobrevivido milagrosamente a las tormentas de la historia, Sócrates, Cicerón, Epicteto, Marco Aurelio, San Agustín, Santo Tomás, Montaigne, Cervantes, Shakespeare y tantos, tantos otros pueden transmitirnos, una y otra vez, aquello que incendió sus corazones y, sin saberlo, nos hizo ser lo que somos. Allí podemos revisitar una y otra vez a viejos amigos como Tintín, Astérix y Obélix, Mortadelo y Filemón. También saborear, una vez más, las grandes aventuras de nuestra historia. Aunque las conozcamos al dedillo y sepamos cómo terminan, ¿quién no sigue los pasos de Alejandro, César, Cortés, o Napoleón deseando ardiente e insensatamente que la fortuna les sonría esta vez un poco más y puedan cumplir plenamente su destino? Es este un ágora en el que encontrarnos con almas que vibran como la nuestra ante la revelación de lo sublime, y perdernos en largas y entusiastas conversaciones paseando por un jardín primorosamente cuidado.
Si bien algunos creen este alcázar en decadencia, no dejan de llegar nuevos pobladores como Thinkglaos: It’s time to think, donde un autor tan magnífico y tan a contracorriente como Juan Manuel de Prada tiene un tirón enorme. Sobresale el disco de Rosalía Lux, para el que se ha preparado durante años (toda una proeza en este tiempo atropellado por las prisas), cantando en nada menos que trece idiomas, incluyendo arias de ópera y una pieza inspirada en Santa Rosa de Lima. Desde luego, es una propuesta muy distinta a la que nos tiene acostumbrados la música actual. Por no hablar del éxito del programa El Prado de noche, como acreditan las largas colas que se forman el primer sábado de cada mes, o de la afluencia de un público cada vez más joven a la fiesta de la tauromaquia, esa estremecedora e hipnótica danza de la vida y la muerte.
Pues bien, queridos amigos, es el momento de reagruparse y presentar batalla. Estoy seguro de que La Tenada será una atalaya más de esta fortaleza en la que aguantar a pie firme el embate de la barbarie y mantener encendido el fuego sagrado.
