The Pogues y el poder de hacer comunidad

Cartel con retrato en blanco y negro de un niño en un autobús, con gente en la calle visible a través de la ventana.

Entre las diferentes ideas interesantes que se plantean en No estamos solos, el primer artículo de Fernando Mínguez en La Tenada, se encuentra la de cuáles son los elementos que nos permiten considerar que un conjunto de personas ha dejado de ser una mera sucesión de individualidades y se ha convertido en una comunidad:

Una sociedad es también una enciclopedia compartida. Como le gustaría decir a Umberto Eco, compartir enciclopedia es la condición de posibilidad de una sociedad articulada. “Enciclopedia” es una forma de llamar a un conjunto de referencias, de conocimientos comunes, que se puede dar por hecho que el otro posee”.

Las comunidades pueden ser de mayor o menor tamaño (desde una familia hasta una nación), pero se articulan siempre a partir de un acervo común, donde ocupa un lugar destacado, cómo no, la cultura.

De entre todos los productos culturales, mi predilecto, el que siento más propio (si se me permite), es la literatura. A los demás me aproximo con la curiosidad del foráneo, consciente de que, si de literatura sé poco, de cine, música, arte o danza no conozco casi nada. Ello no me impide reconocer que, en mi experiencia, no es la literatura, sino la música, la manifestación cultural que más contribuye a la cohesión de una comunidad, al menos de forma más inmediata.

Una canción puede serte indiferente, agradarte o incluso llegar a emocionarte; sin embargo, su verdadera fuerza reside en su capacidad de crear vínculos con quienes te rodean: la canción que ponían tus padres en los viajes en coche, la que escuchaste con tu novia en la primera cita o la que bailó toda tu generación en la época de la universidad. En las diferentes fases de la vida, unas melodías y unos versos que al principio pertenecían a sus autores se deslizan hasta lo más profundo de nuestras vidas, se anclan allí y nos dotan de unidad.

Cada vez que escucho a Van Morrison me viene a la mente mi padre eufórico mientras termina de acicalarse antes de salir de casa; a Ale le puse el primer día que quedamos, para maximizar mis posibilidades de éxito, I’ll have to say I love you in a song, de Jim Croce (y parece que funcionó); tengo un grupo de amigos con el que siempre que nos reunimos, si hay copas de por medio, cantamos Un beso y una flor; y todos los que empezamos a frisar la treintena perdemos los papeles cuando, en los últimos compases de una noche de fiesta, el DJ pone una de La oreja de Van Gogh o de El Canto del Loco. El otro día comprobé que no somos pocos los que, sin tener en nuestra lista de reproducción ninguno, podemos recitar prácticamente enteros cuatro o cinco temas de Amaral. ¿Qué es lo que hace de nosotros una generación? Varias cosas, y una de ellas es que el sonido de estos grupos te evoque recuerdos felices. (Es más, considero que el hecho de que no me guste el reguetón ha sido el principal componente de ajenidad con mi generación).

Los libros o las películas conforman, por lo general, experiencias íntimas susceptibles de ser compartidas. La música, en cambio, es esencialmente una vivencia común (en conciertos, en cenas o en fiestas), aunque pueda escucharse en soledad.

En estas fechas hace un par de años, estaba yo, como de costumbre, en el Collin’s, nuestro bar irlandés de confianza, donde mis amigos y yo acostumbramos a entonar, por decirlo amablemente, Un beso y una flor. Llegó mi primo portando un desasosiego de tintes trascendentes y me comunicó que el anterior había sido un día muy triste: acababa de fallecer Shane MacGowan. Yo no tenía ni idea de quién era ese hombre.

- ¡El cantante de The Pogues!

El grupo me sonaba vagamente, pero aquella noticia no alteró mi estado de ánimo lo más mínimo. Mi primo, por el contrario, estaba abatido y me relató, a modo de consuelo, cómo le habían despedido sus compatriotas irlandeses. La gente salió a la calle, al paso del cortejo fúnebre, para cantar juntos sus canciones. En este vídeo, un grupo improvisó Dirty old town. En el interior de la iglesia, se le rindieron numerosos homenajes musicales; quizás el principal fue la interpretación de Fairytale of New York, su mayor hit, al son del cual los asistentes se levantaron y comenzaron a bailar.

Hay pocas formas más épicas de irte al otro mundo que con todo tu país cantando y bailando al son tu música. Porque con Shane MacGowan se iba, además de un músico, alguien que había tendido puentes entre padres e hijos, hermanos, amigos e, incluso, entre los ciudadanos de su país. Porque si dos ciudadanos se llaman irlandeses es por tener unas cuantas cosas en común, y entre ellas está escuchar a The Pogues.