Verano mediterráneo

Jaime Oliveira

La lluvia cesa, y el olor a jara inunda el ambiente de ámbar. Los lirios, guerreros azules, guardan las costas desde sus atalayas. Los emparrados van poco a poco dando más sombra. Las avenas crecen hasta los tobillos, hasta las rodillas, se agostan. Florece el eneldo marino. Los muros de piedra seca ya queman al tocarlos, los olivos se ven aún más grises y las ovejas se condensan bajo las sombras de los almendros. Llega el verano a Mallorca; y a Creta, a Sicilia, a Corfú, a Ítaca… a Alejandría. Es verano en el Mediterráneo.

Estas tierras pobres, infértiles, incómodas, (no lo digo yo, lo dice Braudel), de laderas desmontadas por los pueblos desde hace milenios, bañan con sus aguas todos los veranos posibles: desde el de la sobrecargo de Iberia color caoba en el Mojácar de turno a los veranos de “Passammo l'estate su una spiaggia solitaria”, entre polos de colores chillones, veranos de mañanas en la huerta y tardes de pesca, de cena en tu casa, mañana en la mía. Habría que vivir todos los veranos mediterráneos posibles, que saber a sal todos los días de la vida. Tener varias terrazas, entre pinos, orientadas cada una para cada viento posible. Agasajar invitados siempre que se quiera, salir a navegar a antojo, comerse todos los higos de la comarca. 

Creo que esto es posible, y no es que la Tramuntana me haya hechizado, ¡ojalá!. Este mar ofrece, para quien quiera picar, una trampa, un atajo: los libros.

Efectivamente, los libros, que nacieron a medio camino entre Pérgamo y Alejandría (que me perdonen Irene Vallejo, el papel chino y el bueno de Gutenberg por borrarlos de la ecuación), dan forma a este Mediterráneo mítico en el que creo.

Mis mitos griegos van más allá de los que recopiló Robert Graves (inglés radicado en Deiá, Mallorca; ya empiezo…). Mis mitos griegos también incluyen a una frustrada madre de cuatro que en 1935 decidió mudar a su familia del mohoso Bournemouth (no he estado, no tengo pruebas; tampoco dudas) a la isla de Corfú. Louisa Durrell, así se llamaba, es la fantástica culpable de haber llevado a sus hijos, Lawrence y Gerald Durrell, a Corfú.

Gerald, el pequeño de la casa, solo consintió ser escolarizado con el experto local de historia natural, sueño de todo amante de la naturaleza. Sus días podían variar entre buscar camaleones y tortugas entre las tórridas llanuras costeras de lentiscos, acercarse a las montañas de la isla a por ranas, rescatar pollos de mochuelos de los huecos de los olivos o acompañar a cualquier pescador local en su faena diaria. En Mi familia y otros animales, Bichos y demás parientes y El jardín de los dioses, Gerald rememora su vida en la isla desde el punto de vista del niño que era y del adulto inglés helenófilo que es, añorante de, quizá, la mejor infancia de la literatura. Aunque solo sea por revisitar la noche en que las aguas de una cala corfiota vieron a delfines y humanos, todos nadando recubiertos de una capa de agua luminiscente, hay que leer Mi familia y otros animales.

El pesado, porque lo describe como un auténtico pesado, del hermano mayor de Gerald fue Lawrence Durrell, uno de los autores más cosmopolita-mediterráneos del siglo xx (¡como hay que ser!). Enamorado absoluto de lo mediterráneo, y quizá incluso demasiado amoldado a su ritmo de vida, ambientó sus más aclamadas novelas en la Alejandría de la nostálgica decadencia del esplendor británico, de las tertulias con Konstantinos Kavafis y las largas noches entre salones literarios y burdeles especiados.

The oranges were more plentiful than usual that year. They glowed in their arbours of burnished green leaf like lanterns, flickering up there among the sunny woods. It was as if they were eager to celebrate our departure from the little island -- for at last the long-awaited message from Nessim had come, like a summons back to the Underworld. A message which was to draw me back inexorably to the one city which for me always hovered between illusion and reality, between the substance and the poetic images which its very name aroused in me.... Alexandria, the capital of memory!” 

Primeras líneas de Clea, el cuarto libro del Cuarteto de Alejandría. Lawrence Durrell. Ed. Faber.

De la mano de Lawrence Durrell, además de a Alejandría, hay que ir a las islas. La trilogía de islas griegas de Lawrence Durrell comienza, por supuesto, en Corfú, con La celda de Próspero. Pero refleja un Corfú adulto, no idealizado sino divertido, de borracheras con vinos locales y excéntricos importados, en The Partridge. Divagaciones históricas y paisajísticas, el libro está enfocado en alguno de sus capítulos, incluso, como una guía de viaje:

For surrealists

  • The Achilleion. A monstrous building surrounded by gimcrack sculptures and lovely gardens belonging to the Kaiser.

  • The Theater. Shadowing the final end of the italian operatic sense.

For hunters

  • Two brackish lakes, one in the north and one in the south, respectively called Antiniotissa and Korissia.

Drinks to try

  • Ouzo. (ούζο) Aniseed drink, taken with water. Resembling Arabic Zbib and French Pernord. Fairly strong intoxicant.

  • Raki. (Ρακί) Distilled from raisins. Alcoholic.

  • Salepi. (Σαλέπι)Tea made from bulbs. Excellent. Swamp orchids provide the bulbs.

  • Retsina. (Ρετσίνα) Resinated wine. Turpentine flavour. Very good with meals but not for solitary drinking or parties.

  • Mastik. (Μαστίχα) Mastic liquor.”

Prospero’s Cell. A Guide to the Landscape and Manners of the island of Corfu. Ed. Faber. p. 152.

Este libro-joya está seguido por Reflexiones sobre una venus marina, sobre su estancia de dos años en la isla de Rodas. Allí, Durrell se enamoró de una casa con aspecto de mezquita en el borde de los jardines de un cementerio turco. Recuerdo leer conversaciones entre los eucaliptos de ese jardín, oirles preparar las excursiones a las distintas ermitas de la isla, o las sobremesas en las que se narraban episodios del trepidante paso por Rodas de la Orden de Malta (de nombre completo, de San Juan de Jerusalén, de Rodas y de Malta, según les han ido echando de los sitios…). 

Del Lawrence Durrell viajero también he leído Sicilian Carrousel, su experiencia en un viaje organizado, tipo Imserso, en bus, por Sicilia… No comentaré, porque perderíamos el agradable tono que creo, hemos conseguido mantener hasta ahora.

Entre los amigos con los que Lawrence viajó, bebió y compartió los círculos literarios griegos del momento estaban locales como Katsimbalis o Seferis, y extranjeros, como uno de sus “invitados estrella”, el excéntrico Henry Miller.

Miller nos ha invitado también a re-vivir su paso por casa de Lawrence Durrell en Corfú y su periplo por Grecia en El Coloso de Marusi. Experiencias comunes, compartidas, se plasman en cada libro (el de Durrell de Corfú y este) distorsionadas por el prisma del estilo de cada autor, y hacen que El Coloso sea un libro de viajes ejemplar, divertido y plagado de momentos de disfrute, que habría que leer en bucle: 

“Vi que había puesto la mesa sólo para mí. Insistí en que pusiera un plato para él. Me costó convencerlo para que lo hiciese. Tuve que rodearlo con mi brazo, señalar al cielo, barrer el horizonte, incluirlo todo en un gran gesto antes de poder inducirlo a que accediera a compartir la comida conmigo. Abrió una botella de vino tinto, un vino espeso y embriagador que nos situó inmediatamente en el centro del Universo con unas aceitunas y un poco de jamón y queso.”

El Coloso de Marusi. Henry Miller. Ed. Edhasa. 

No puedo hablar de leer para viajar por el mediterráneo y pasar por alto el libro de un viajero que recorre el mediterráneo buscando libros, El corazón de Ulises, de Javier Reverte; un viaje en 1995 por la Grecia pretérita y presente, siguiendo los pasos de la Odisea, pero siguiéndolos con una falta de concentración envidiable: cómo no va a pasar el viajero por Delfos, rendir pleitesía a la Alejandría de Durrell y de Kavafis (y de la Biblioteca), indagar en cómo dio Schliemann con Troya, visitar la Creta minoica, el Golfo de Lepanto, o buscar en San Espiridión de Missolonghi el corazón de Lord Byron, que murió en el escenario de sus propios poemas, buscando la libertad de la Grecia sometida por los otomanos. 

“The mountains look on Marathon—

    And Marathon looks on the sea;

And musing there an hour alone,

    I dream’d that Greece might still be free; (...)”

Canto III, Don Juan. Lord Byron.

El Mediterráneo invita a la romantización, desde la Grecia arcaica hasta hoy. Los dioses de la mitología griega formaban parte del paisaje, las fuentes guardaban nereidas, las lagunas, el hades, los más duros puertos de montaña, la esfinge. Arcadia, Parnaso, Atlántida.

Este mar nuestro termina en las Columnas de Hércules. Y un poco más allá, pasado Tánger, Umberto Pasti decidió hace unos años cultivar el Jardín de las Hespérides. Mientras dormía bajo una higuera, los djins, espíritus del lugar, le enseñaron un jardín que bajaba desde esa higuera, toda la ladera, hasta la playa. Umberto ha ido rescatando las joyas del mundo vegetal de los jardines tangerinos que parecen cuadros de Rousseau, de los montes mediterráneos marroquíes y sobre todo, de las laderas plagadas de lirios, y les ha dado un hogar en ese terreno, que ha convertido en su jardín, Rohuna. Perdido en el paraíso, la historia de Umberto y de este jardín, es otro libro con el mismo espíritu que los anteriores y está también en mi panteón literario mediterráneo.

También está por ahí, desde su casa en Yegen, Gerald Brenan, que en South from Granada invita a mudarnos él a la Alpujarra en 1920, cuando huyó del barrio de Bloomsbury. Techos planos llenos de tomates y albaricoques secando, rondas nocturnas por las rejas de las muchachas del pueblo y paseos por las laderas de Sierra Nevada hasta alcanzar ver el mar.

Patrick Leigh Fermor fue otro gran viajero, vividor y amante de Grecia. En sus libros de viajes por las tierras helénicas, cualquier pastor es Pan, manantiales y huertos son guardados por sirenas, y ve a las Moiras en cuanto se le cruzan tres viejas juntas. Dolores Payás, en Drink Time! (En compañía de Patrick Leigh Fermor), homenajea a este hombre último en su especie, en esa estirpe de cultivados ingleses Ancien Régime que se afincaron en las orillas del Mediterráneo. 

Desde 2009 hasta la muerte del escritor en 2011, Payás visita a Fermor con la intención inicial de que el autor le ayudara en su traducción de Roumeli, relato de un viaje por el norte de Grecia, pero terminó pasando en Kardamili, en la costa de la península de Mani, en el Peloponeso, en casa del escritor, largas estancias. Se hicieron grandes amigos y el libro deja entrever las rutinas de esos días en Kardamili. Todos los días, comida y cena, había invitados, desde aristócratas y escritores a pastores, todos le parecían interesantes a Paddy (como le llamaba Payás). Como tema de conversación, los libros. ¿Qué estuviste leyendo hoy?. Estas conversaciones terminaban siempre a las tantas de la mañana, cantándole al reflejo de la luna en el mar, emborrachados de palabras y de vino local. En su casa, Paddy decía, se bebía “monzónicamente”. Así como en tantas otras veladas olvidadas en cualquier rincón de “nuestro mar”, las conversaciones en vez de ser en un solo canal, en un solo idioma conciso, regulado, comprensible, eran en el anchísimo canal de todos los idiomas mediterráneos: francés atropellando a italiano, con palabras en griego, arabismos, refranes en ladino, español.. conversaciones a voces, a idiomas, en busca de la palabra perfecta.

“El lugar era famoso por ser escenario de reuniones y saraos que solían terminar de modo alocado.  Sin embargo, aquellas eran juergas que transcurrían entre meandros verbales y constantes referencias a la literatura. (...) Quizá hoy, leyendo alguno de los textos, diarios y correspondencia (...), alguien podría caer en la tentación de calificarles de pedantes, pero para ser pedante hay que ser pretencioso, y ni Paddy ni sus amigos lo eran. Eran demasiado terrenales, humanos.(...) Adoraban la palabra, el vino que desata la palabra.”

Dolores Payás. Drink Time! (En compañía de Patrick Leigh Fermor). Ed. Acantilado.

Creo que estas grandes fiestas, estas sobremesas eternas hablando de islas, de mitos, de barcos, de libros son la metáfora perfecta de este Mediterráneo en el que creo. El mar de la leventeiá que Payás achacaba a Fermor, arrebato de amor por la vida, audacia, ímpetu de juventud. No me importa si son tertulias pasadas, narradas o futuras, aquí o allá, pero en toda buena fiesta mediterránea estarán los Durrel, Miller, Leigh Fermor, quizá también Axel Munthe, Helena Attlee, Robert Graves… andará por ahí Pasti, cotilleando el jardín, y en algún punto, Gerald Brenan pedirá silencio porque abajo, en la fuente del valle, se oirá el cante de un gitano alpujarreño. Se hablará en todos los idiomas, se reirá hasta el agotamiento, se pisará unos a otros con referencias literarias y chistes… y se hablará de libros.