Tiempo de verano con Rohmer

Después de filmar innumerables cuentos de verano, Rohmer hace su última obra maestra sobre lo cotidiano, y por fin la titula Cuento de verano. Y no es menor la propensión que tiene este director francés a llamar a esas películas: cuentos, aventuras, comedias o proverbios, porque así, con solo conocer el título, el espectador ya vislumbra lo que pretende el autor: narrar lo de siempre de una forma diferente. De Rohmer se van a escribir probablemente muchos e importantes ensayos, no es el caso hasta el momento. Pero como no es mi intención adelantarme a ellos, no hablaré en este artículo de la maestría de sus encuadres, ni del ritmo minucioso de la narración, ni de la elegancia que tiene al tratar la luz del sol, ni tampoco del encanto de sus diálogos, o del atractivo y la esquiva complejidad de sus personajes; no, me limitaré a disertar sobre lo que él entiende que es el tiempo y, en concreto, el tiempo de verano.

En concreto, el concepto de tiempo al que aquí me refiero es el del tiempo de la experiencia, al que Bergson llamó duración, ese que se acelera o se retarda, que es continuo o se trompica según lo estimulada que esté la conciencia individual. Un tiempo que se muestra poco apasionante cuando está pautado por un horario rígido, por lo previsible, lo impuesto y lo habitual, en resumen, por la agenda invernal; pero que se despliega chispeante cuando reina en él la despreocupación y lo inusual. De este modo comienza Cuento de verano, con un adolescente paseando ocioso por un soleado pueblo de mar a la espera de una incipiente novia que no acaba de llegar. Tiempo de vagabundeo, de observación casual, de sol, de música y de silencio: tiempo para derrochar. Y así, en ese deambular se tropieza con una chica con la que cruzó un par de frases triviales el día anterior. Todo es fortuito, la demora de su novia, la elección del restaurante donde se encontró por primera vez con la chica y ese reencuentro entre miles de bañistas tan ociosos como él. Esto configura los tres primeros días de las vacaciones de Gaspard –la película está estructurada en veinte días de verano, cada uno formando un micro-capítulo de la narración–, los siguientes días los dedica a charlar y pasear con Margot (la encantadora chica) por la playa, por el embarcadero, el paseo marítimo, tras las colinas de alrededor, y esporádicamente haciendo alguna excursión. Hay atracción emocional entre ellos, hay intimidad, sofisticación intelectual, gracia y espontaneidad; incluso surge cierta tensión erótica en algún momento puntual, pero esta no va a más. Después aparecerá su novia, y una tercera chica con la que, de nuevo, esporádicamente paseará; pero tampoco sucede con ellas nada digno de mención. De hecho, la película termina casi como empezó, con una silenciosa despedida y un cruce de miradas de sincera aceptación. Una narración en la que no hay arrebatos de pasión: ni grandes amores, ni dolorosas rupturas, ni dichas ubérrimas, ni dramas desgarrados. 

Con este guion lo lógico es que los espectadores cultos y sensatos –como somos tú y yo– se sientan estafados. ¿Dónde están los códigos narrativos necesarios para seguir con facilidad el guion? Nosotros necesitamos que haya un tema, cuanto más eminente mejor; y un argumento claro, con una buena introducción, un rico nudo y un desenlace final; necesitamos, además, que nos mantengan entretenidos con intriga y tensión; y finalmente, necesitamos de una evolución emocional que nos conduzca inexorablemente a un éxtasis, el punto culminante de la acción. Está claro que viéndolo así Rohmer es un grandísimo estafador… Pero si limpiamos nuestros ojos de todos esos prejuicios, si nos desembarazamos de todo lo que sabemos de cine, recuperamos la fascinación y la nerviosa expectativa de una primera mirada a la realidad, entonces, descubrimos que sus películas son un delicado dispositivo creado para destilar lo mejor de la existencia, pues, sin darnos cuenta, y quizá contra nuestra voluntad, al verlas habremos sido privilegiados espectadores de un pedazo oculto de lo más valioso de nuestra propia experiencia vacacional.

Y esto lo consigue, además de con esos recursos que al principio dije que no iba a tratar, construyendo un tiempo de delicada emocionalidad. Muy probablemente el tiempo de verano es el tiempo en el que se habita el presente con mayor determinación: no hay obligaciones, ni horarios que cumplir, el pasado está en otro espacio-tiempo, estará en otra ciudad y en otra actividad; y el futuro es tan solo una promesa, promesa que, además, para un joven rebosa indeterminación. Así se le presenta el tiempo a Gaspard y Margot, viven su verano en un paréntesis entre un pasado de estudios que acabó y un futuro de trabajo que aún no tienen que abordar. Todo es el ahora de una mirada, de una conversación, del roce de una mejilla; un juego de camaradería, aprendizaje y seducción. Porque los acontecimientos de la narración nacen y mueren en el instante, la levedad de las decisiones que toman les permite despreocuparse de las consecuencias que tendrán y, por otra parte, las bagatelas que les suceden carecen de la esclavitud de su conducta anterior.  

Pero todo esto es muy difícil de implementar con verosimilitud en la pantalla. En cualquier otra película, y por extensión en cualquier otro relato, los personajes se han de comportar de una manera lógica ante acontecimientos relevantes para que tenga coherencia su actitud; además, y como ya hemos visto, la historia tiene que ir por un camino con el que podamos prever la evolución de la narración. Por eso es fascinante Rohmer, porque la fuerza y la coherencia de sus personajes reside en que pueden crear a cada instante su propia emocionalidad, su propio tiempo de verano para biengastarlo en una espontaneidad cargada de intención. Es curioso que en cualquier otra película, mejor o peor, podemos intuir lo que va a suceder, pero en esta no, porque la historia que cuenta es la historia que ellos van construyendo en cada momento, es su propia biografía, que, como la de casi todos, depende ostensiblemente de la casualidad: de las inesperadas coincidencias temporales, de la naturalidad de sus actitudes, de la imprevisible evolución de sus conversaciones, de sus respuestas intelectuales y de sus comportamientos afectivos. Por todo ello, el espectador se concentra en el instante y vive su tiempo de visionado con la ligereza con la que esas parejas viven el suyo, en el presente continuo de la espontaneidad. En uno de esos paseos, Margot le pregunta a Gaspard cómo empezó a salir con su novia y él le contesta: “Nos veíamos por azar y lo convertimos en costumbre” a lo que ella replica: “La costumbre del azar, preciosa manera de actuar”.