Talland house
La casa que inspiró a Virginia Woolf y Vanessa Bell
Las casas que habitamos durante nuestra infancia tienen sobre nosotros un efecto poderoso. Los olores, los sonidos, las noches, la luz, los juegos, las rutinas y conversaciones que en esos espacios se producen son percibidos con una intensidad única durante los primeros años de nuestra vida, aunque eso suceda de forma bastante inconsciente. A menudo solo somos capaces de reconocer esas impresiones con el paso del tiempo, cuando ya no percibimos de esa manera. Es entonces cuando advertimos el valor inmenso que tienen en nuestras vidas, su carácter irrepetible y su potencial inspirador.
Para que esto sea así y esas primeras impresiones puedan funcionar en nuestras vidas como un acervo de recuerdos inspiradores, es necesario que en la niñez no ocurra algún fenómeno perturbador que aniquile todo ese universo perceptivo y lo sustituya por un sentimiento de miedo, de terror o por un sufrimiento excesivo.
Las hermanas Virginia y Vanessa, aunque sí padecieron algún suceso de estas características durante su infancia, parece que, sin embargo, este no fue capaz de apagar esas primeras y poderosas impresiones infantiles que uno tiende a atesorar. En su caso, esas vivencias se produjeron, fundamentalmente, en Talland House, la casa de veraneo que sus padres adquirieron en St. Ives.
En esta villa la familia Stephen pasó sus vacaciones desde 1882 hasta 1895. Fue una elección de su padre, Leslie Stephen, un enamorado de Cornwall y gran aficionado a dar largos paseos. Fue en uno de ellos cuando descubrió Talland House y quedó prendado de ella.
No era una casa muy grande si tenemos en cuenta que los Stephen eran una familia muy numerosa que, además, recibía constantes visitas de familiares y amigos. Algunos de estos, como el escritor Henry James, buscando mayor calma y comodidad de la que ofrecía la tumultuosa Talland House, se alojaba en el Tregenna Castle Hotel, que se encontraba casi contiguo a la casa y que aún hoy existe.
De esta dificultad para encontrar intimidad en una casa siempre llena de gente deja constancia Virginia en su novela Al faro:
“Solo empezar a levantar los manteles de la comida, y ya los ocho hijos de los señores Ramsay estaban escapándose furtivos como gamos a buscar cobijo en sus respectivos cuartos, su única fortaleza en una casa que no ofrecía otra posibilidad de aislarse en la intimidad y poder hablar de todo lo divino y lo humano…”
Aunque eran muchos en Talland House, esa casa era más espaciosa, aireada y luminosa que la que ocupaban durante el resto del año en Londres. Además, estaba rodeada por un bonito y amplio jardín de dos o tres acres, atravesado por un arroyo. En él había una zona en la que la familia al completo y los invitados jugaban al Cricket. Contaba también con un huerto, un campo de fresas, gran variedad de flores y un conjunto de árboles bajo los que solían organizarse tertulias. Era habitual ver en este lugar a su vecino George Meredith leyéndole sus poemas a Julia, la madre de Vanessa y Virginia. Desde el jardín era posible disfrutar de unas vistas extraordinarias a la bahía. La visión de los barcos y del faro constituía uno de los pasatiempos preferidos de los niños.
De la casa salía un camino que atravesaba el valle Primrose, una zona de jardines y huertos, y llegaba hasta Porthminster Beach, una playa casi desierta cuando la familia Stephen llegó al lugar.
Las sensaciones en aquella casa y por aquél camino estuvieron permanentemente presentes en la vida y obra de Virginia. Podría decirse que se ancló a esos lugares, que escribía desde allí. En ocasiones, como ella misma manifiesta en sus memorias, esos recuerdos se le hacían aún más reales que el propio presente, como si siguieran existiendo.
“Lo veo, el pasado, como una gran avenida que se prolonga hacia atrás; una gran cinta de escenas, emociones. Y allá, al final de la avenida, todavía están el cuarto infantil y el huerto”. Virginia paseaba con frecuencia por esa avenida recuperando y reviviendo la intensidad de esas imágenes y vivencias pasadas para volcarlas en sus novelas.El 5 de mayo de 1895, Julia, la madre de Vanessa y Virginia, murió de fiebres reumáticas. Ella tenía 49 años y sus hijas, Vanessa y Virginia, 15 y 13 respectivamente. Con esta muerte, todo ese universo sensorial y perceptivo tan enriquecedor de la infancia terminó de golpe y para siempre. Este acontecimiento consiguió acabar con él. En su lugar, vino un sufrimiento insoportable. Ese mismo año, su padre vendió la casa y nunca más volvieron a Talland House. Virginia escribió cuarenta años después:
“Qué inmensa debe de ser la fuerza de la vida que transforma a un bebé que apenas puede distinguir una gran mancha azul y morada sobre un fondo negro, en aquel otro ser que, trece años después, es capaz de sentir todo lo que yo sentí el 5 de mayo de 1895… día en que mi madre murió”.
Transcurridos diez años de este terrible acontecimiento, en 1905, Vanessa, Virginia y sus hermanos Thoby y Adrian regresaron por primera vez a St. Ives. Fue un viaje nostálgico en el que Virginia dio largos paseos y escribió todas las mañanas y Vanessa pintó gran cantidad de pequeños paisajes marinos. En ellos siguió el método de Whistler, empleando una base roja o marrón que intensificaba el azul del mar y del cielo. Durante esos días, Vanessa manifestó que se sentía como si nunca hubiera salido de allí y pintó sin descanso. Aquellos cuadros no han llegado, sin embargo, hasta nosotros. Parece ser, que se perdieron en 1940 con el bombardeo de su estudio en Fizroy Street en Londres.
El recuerdo de St. Ives y de Talland House acompañó a las hermanas allí donde vivieron. Virginia llamó a su primera casa en Sussex “Little Talland House”, y Vanessa, de alguna forma, trató de revivir el modo de vida de aquella casa en “Charleston”, la granja donde se retiró y en la que desarrolló una intensa actividad artística y creativa.
Y es que, como advirtieron Vanessa y Virginia, las sensaciones vividas en una casa durante la infancia son, muchas veces, una parte valiosa de nuestra biografía que tratamos de preservar. En mi caso particular, tomé especial conciencia de este hecho el día que mis padres vendieron una casa en El Escorial en la que solíamos reunirnos la familia al completo. Los nietos pidieron ir un día a despedirse de ella. Recorrieron juntos el interior y el jardín, los lugares donde jugaban y se escondían. Quisieron apresar esos recuerdos, como tesoros, para siempre.
