Dos personas con expresión asustada, apoyadas en una pared de piedra en un ambiente oscuro y con poca iluminación.

Apuntes desde la penumbra de los inmortales. Sólo los amantes  sobreviven.

José María Codes

Jarmusch me parece un genio. Eres un esnob, me podrían decir. Pero si hasta Los Simpsons, que son, para mí, una de las mejores críticas culturales de los Estados Unidos en los últimos treinta años, lo tratan con cariño y respeto, dentro de la solfa - véase el maravilloso episodio Any given Sundance - me siento con fuerzas para soportar los eventuales juicios y los prejuicios.

Valga lo anterior como una no muy subconsciente justificación de por qué quiero escribir sobre Sólo los amantes sobreviven, poema visual que se arrastra con elegancia por los bordes del tiempo, la muerte y el amor. La volví a ver hace unos días y, desde entonces, no he dejado de pensar en ella, algo que también puede revelar circunstancias importantes sobre mi desocupación o sobre mi salud mental, que siempre ha sido frágil. Estas frases que vienen a continuación no son una crítica. Son una forma de recordar, de organizar el eco que esta  obra de arte hace resonar en mí.

Todo comienza girando: en planos cenitales, los protagonistas - Adam, en Detroit, Eve, en Tánger - giran sobre sí mismos como los vinilos que cantan en una vieja tornamesa. Música y cuerpos, dos movimientos cíclicos en una sincronía que siento que me  persigue, como a  Philip K. Dick (o quiero que me persiga). Pensé entonces en el eterno retorno, esa intuición que atraviesa, desde Nietzsche hasta Eliade, la reflexión de quienes dudan de que exista algo parecido al  progreso: la historia no avanza, se repite. El tiempo, que o no existe o no lo hace como pensamos, no nos lleva a ninguna parte, sólo nos pasea por el mismo lugar bajo diferentes máscaras. En el caso de estos amantes inmortales, siglos de vida no parecen haber cambiado nada esencial,  salvo ese constante regreso voluntario al otro.

"Siento como si toda la arena estuviera ya en el fondo del reloj", dice Adam, hastiado.  No es solo el cansancio de quien ha vivido demasiado, es una forma de desesperación, sin urgencia. Un suicidio contemplativo. Adam está agotado de que los humanos desprecien la imaginación y olviden la belleza, la ciencia, el arte. Su desesperanza es serena, sin ira. Un silencio pesado que no se puede romper.

Y sin embargo, hay amor. Hay mucho amor. Entre Adam y Eve hay una conexión tan profunda que prescinde del tiempo, del espacio, incluso de la carne. Viven separados, en continentes distintos, y, aun así, sienten como si durmieran juntos cada noche. No hay celos, no hay exigencias, no hay control. Sólo la certeza silenciosa del vínculo. Un amor incondicional, desapegado, libre. A lo mejor sólo un ser que no teme a la muerte, porque no va a morir, puede amar así. Los vampiros no tienen prisa, no tienen miedo al abandono, porque el tiempo no les amenaza. ¿Será por eso que nosotros, los mortales, nunca terminamos de amar del todo bien? ¿Estamos  demasiado pendientes de la pérdida como para entregarnos sin reservas?

La película está llena de señales, de esas sincronicidades que se entrelazan con mi vida de forma, me gusta pensar - porque de otra forma me aburro mucho -, casi mágica. Cuando Eve prepara su maleta para ir a Detroit, coloca en ella varios libros, entre los que destacan, por el tamaño de la tipografía de sus títulos, dos: Don Quijote y La broma infinita. Más adelante, hay una referencia a Stephen Dedalus, otro espejo interno para mí, de esa época en la que mis máximas preocupaciones eran qué libro me iba a leer y los fichajes del Atleti. Después, Eve recita el Soneto 116 de Shakespeare:

Love alters not with his brief hours and weeks,

But bears it out even to the edge of doom:

If this be error and upon me proved,

I never writ, nor no man ever loved.

Entonces, mi memoria viajó hacia Quevedo, hacia su Amor constante más allá de la muerte, y pensé que este soneto es mejor que el de Shakesperare. Esas dichosas sincronías, esa sensación de que la película estaba hablando de mí, o conmigo, me llevaron, a su vez, a recordar aquel texto que Jung escribió con el físico Wolfgang Pauli, La  interpretación de la naturaleza y la psique, del que creí entender que la materia y la consciencia podrían no ser dos cosas distintas, sino manifestaciones de una misma realidad profunda. Creo que el arte tiene ese poder: revelar la unidad oculta entre lo que vemos y lo que sentimos. 

El clímax emocional de la película llega cuando Adam confiesa que quiere suicidarse. Eve, con una calma que desarma, lo escucha. Él no puede más, confiesa  sus nefastos pensamientos: le duele un mundo donde la imaginación es temida, donde la mediocridad gobierna. Pero Eve, sabia, le responde haciéndole ver que está cayendo en la misma trampa que los humanos-zombis: "Esta obsesión con uno mismo es malgastar una vida." Qué difícil, y qué cierto. En un tiempo en el que nos enseñan a girar constantemente en torno al yo, Eve propone algo radicalmente distinto: sobrevivir "a las cosas" a través de la amistad, de la bondad y del más puro y simple placer, en algunos ámbitos denostado como una especie de marca de egoísmo o libertinaje.

La bondad. La amistad. La belleza. No es una esperanza ingenua, es una forma de resistencia a través de una compasión lúcida por los demás y por uno  mismo.

A pesar de los siglos, de las pérdidas, incluso de una cuñada insoportable que complica todo - porque incluso los inmortales tienen familia - Adam y Eve siguen eligiéndose. Su amor no es dramático ni escandaloso. Es sereno, silencioso, incondicional. Cuando muere un amigo, sufren. Pero no se hunden. Sienten el dolor sin necesidad de gritarlo. La muerte, para ellos, es una vieja conocida, que no les ha robado la capacidad de amar, ni de llorar.

Jim Jarmusch dirige todo esto con una sensibilidad casi etérea. Como Terrence Malick, en El árbol de la vida, parece susurrar que, entre tanto caos, tanto absurdo, tanta pérdida… Sólo el amor nos salvará.  Pero, ¿por qué no somos capaces de amar así? ¿Qué nos lo impide? ¿La finitud? ¿El ego? ¿La educación emocional que hemos recibido? ¿El freudiano malestar en la cultura? ¿O simplemente el miedo? Varias veces, durante la película, me sorprendí pensando:  ¿por qué no viven juntos siempre? Pues porque no hace falta siempre y en todo caso, hombre.

Confundimos entrega con patrimonialización, cuando debería ser entendimiento, empatía, aceptación, atención, generosidad  y respeto. Dar paz al otro, al final del día. Sabemos cómo se ama bien, lo intuimos en las canciones, en los libros, en el cine… Y tropezamos una y otra vez con nuestras propias creencias.

Puede que por eso inventemos vampiros, extraterrestres o inteligencias artificiales que sí saben amar. Proyectamos en ellos lo que quisiéramos ser: eternos, sabios, sensibles, desapegados, conscientes; solos, si es el momento. Los vampiros de Jarmusch no dan miedo. Nos dan envidia. Al menos, a mí me la dan. Han alcanzado esa forma de amor que no posee, que no exige, que simplemente está. Amor como presencia. Como complicidad. Como una música que gira y gira en el mismo surco sin desgastarse.

Y quizá, sólo quizá, no sea imposible para nosotros. Quizá no se trate de vivir para siempre, sino de mirar al otro sin prisa, sin miedo, sin exigirle que colme nuestras carencias. Tal vez amar bien sea una forma de inmortalidad más al alcance de lo que creemos. Tal vez la salvación esté, como decía Eve, en seguir bailando, en seguir leyendo, en seguir confiando.

Después de todo, sólo los amantes sobreviven. Pero no porque no mueran, sino porque aman como si no fueran a morir.