Ritmo y vuelo: la belleza del movimiento
¿Es posible aferrarse a la belleza en pleno siglo xxi? No son pocas las voces autorizadas que consideran que la belleza es un concepto obsoleto, ni belleza en el arte contemporáneo, ni belleza en la vida moderna. En una sociedad como la actual, que de todo sospecha, dejarse engatusar por la gracia del mundo, por su belleza, es actuar ingenuamente. Parece, entonces, que solo desde un pensamiento reaccionario, que niegue la filosofía y el arte de los últimos cien años, se puede justificar esta osadía de abordar el placer de lo bello. Pero yo no me considero reaccionario, es más, la mayoría de mis referentes estéticos son herederos de las vanguardias del siglo pasado. Aunque esto no significa que haya renunciado a hurgar en el origen del pensamiento occidental; no, los fenómenos que he estudiado para apresar la belleza son fenómenos que han permanecido inalterados desde el origen de la hominización hasta las tendencias más extravagantes de la cultura contemporánea; fenómenos que, como tantos otros, se configuraron como conceptos en la Grecia Clásica. Aunque en el libro que ahora te presento, estos conceptos no responden únicamente a problemas espaciales, marco tradicional de la reflexión estética, sino que fundamentalmente abordan los aspectos temporales de lo bello.
Comencé esta investigación escudriñando todas las experiencias humanas en las que el ritmo comparece: desde los ritmos de nuestro cuerpo al caminar, hasta las reacciones del mismo al paso de las estaciones; desde el ritmo del cine, hasta los penetrantes ritmos del rock, pasando, claro está, por el Jazz y las danzas barrocas; y aún más, por el balbuceo de los niños y el ritmo de la voz humana. Primero dentro de una cuna y al final sobre una mecedora, desde que nacemos hasta que morimos, los seres humanos siempre buscamos estar acompañados por un ritmo que nos acoja. Y es que, las acciones rítmicas son la manera de organizar el tiempo para aferrarlo. Ciertamente fue así como definió Platón el ritmo, como la forma que tiene el ser humano de ordenar el movimiento.
Paralelamente, al indagar en los efectos que el ritmo tiene en el ánimo, me di cuenta de que la principal respuesta que suscita en nuestros cuerpos es la de facilidad, una sensación de ligereza, de ausencia de gravedad. Pero con el tiempo comprendí que la flotación por sí misma, la pura ingravidez, no es capaz de captar todos los matices que el ritmo nos aporta, solo si asumimos que esta sensación de ingravidez de alguna manera está controlada por el propio cuerpo tenemos un modelo congruente de lo que en realidad experimentamos al seguir o generar un ritmo. Y así empecé a estudiar paralelamente al ritmo su sensación concomitante: el vuelo, y supe, entonces, que no solamente al bailar o al escuchar música, sino que, también, al observar una pintura o una obra arquitectónica se siente uno en pleno vuelo; e incluso al contemplar una escultura, sí, no te sorprendas, una figura detenida, o especialmente por estar detenida, si sabemos observarla, nos ofrece una consistente sensación de ritmo y vuelo.
Para los filósofos griegos la belleza se basaba en dos conceptos: simetría y proporción. Pues bien, estos dos principios, que nacen en un imaginario eminentemente espacial –la simetría es el equilibrio de las partes de una imagen conforme a un eje, y la proporción es la ordenación del todo conforme a un patrón métrico– al trasladarse a parámetros temporales se convierten en vuelo y ritmo: El equilibrio que experimenta un cuerpo en movimiento es la experiencia del vuelo; y la proporción del tiempo, su orden, es el ritmo. Pero, en los siglos posteriores, estos dos conceptos por sí solos no fueron capaces de explicar toda la complejidad que entraña la belleza, el pensamiento cristiano necesitó dar razón de aquello inexplicable que resplandecía en ella. Fue, entonces, cuando un tal Pseudo Dionisio Areopagita, incorporó en esta ecuación la estética de la luz, el lux, como la tercera característica que esconde la belleza. Bien es cierto que desde que empecé a reflexionar sobre la belleza del movimiento, sospeché que, tan solo con el ritmo y el vuelo, no iba a ser nada fácil explicar toda la hermosura que atesora el movimiento del cuerpo. Pero, solo cuando valoré la importancia que se dio en el medievo a la luz divina, fui consciente que esta tenía su correspondencia temporal en la gracia del movimiento.
Aun así, no pienses que el libro despliega una sofisticada teoría de la belleza, no, mi ambición al escribirlo fue eminentemente práctica, no quise enredarme demasiado con teorías sino centrarme en la experiencia. Por eso por él desfilan las esculturas de Mirón, Miguel Ángel o Brâncuși; las pinturas de Rafael y de Paul Klee; las danzas de la Grecia clásica y los ballets de Stravinski, la arquitectura que va desde el Partenón hasta Frank Gehry; el cine de Renoir, Fellini, Ozu o Kubrick; y muchas, muchas obras de arte acostumbrado: tapicerías, cerámicas, mesas esmeradamente puestas, esa belleza a la que estamos siempre expuestos y que por ello a veces desatendemos, belleza acostumbrada que, sin embargo, es la que tiñe de color nuestro día a día. Pero más que un ensayo lo que he querido escribir es un manual, algo así como el programa de mano de un concierto en el que se ofrecen indicaciones para su disfrute. Porque como espectadores del mundo debemos aprender a aferrar el tiempo; a escuchar con un oído interior tanto hacia fuera, como hacia dentro; a sentir la gravedad en nuestro cuerpo, para luego, como funambulistas, poder escapar de ella. En este libro te propongo adquirir una disposición especial para gozar de la belleza que nos rodea. Y no te lo puedo garantizar, créeme que me gustaría, pero sí que deseo que cuando lo termines hayas incorporado el gozo del ritmo a tu experiencia, y así, sin esperar a que nada extraordinario acontezca, puedas alzar el vuelo en la cotidianeidad de tus vivencias.
Hauptweg und Nebenwege (Camino principal y caminos secundarios) Paul Klee, 1929
