Los recuerdos más significativos de Virginia Woolf

Ilustración de una mujer vestida con un vestido negro adornado con flores rojas, moradas y lilas, usando un sombrero grande con lavandas. La mujer está sentada junto a otra mujer que está acostada, en una ventana se ve un cielo con nubes y el mar. La portada de una publicación titulada 'La Tendida' en letras rojas y el número 4 de septiembre de 2025.

En el número anterior, dedicado a la trascendencia de los periodos estivales en la biografía de las personas, anuncié el comienzo de un conjunto de artículos sobre la infancia, la adolescencia y la juventud de Virginia Woolf y su hermana, la pintora Vanessa Bell. En ese primer artículo me referí al pueblo costero de St. Ives, al ser un lugar en el que las hermanas fueron especialmente felices durante sus primeros años de vida. 

Merece la pena comenzar esta serie de artículos deteniéndonos algo más en este lugar tan significativo. Y es que es precisamente en esta localidad donde Virginia sitúa sus primeros y más importantes recuerdos.

Así lo manifiesta ella misma en sus memorias. Estas se componen de un conjunto de escritos autobiográficos que comenzó a escribir alentada por Vanessa y con los que, entre otras cosas, quiso explorar el significado de algunas experiencias de su infancia. En ellos es fácil apreciar cómo emergen con fuerza la figura de su madre, el idílico mundo rural de St. Ives y “Talland House”, la casa que adquirió la familia en esta localidad.

Una mujer joven sostiene a una niña pequeña en sus brazos, en una fotografía en blanco y negro.

“Un vestido con flores rojas y moradas sobre fondo negro visto muy de cerca”. Ese es posiblemente el primer recuerdo de Virginia Woolf. Era un vestido de su madre y ella se encontraba en su regazo, en el tren, de camino a St. Ives, o quizás de vuelta

Otro recuerdo infantil, el que ella misma calificó como el más importante en sus memorias es el de “estar en la cama, medio dormida, medio despierta, en el cuarto de los niños de St. Ives. Y es oír las olas al romper, una, dos, una, dos, y enviando el agua a la playa; y después, rompiendo, una, dos, una, dos, detrás de una persiana amarilla. Es oír cómo la persiana arrastraba por el suelo la pequeña pieza en forma de bellota, al extremo del cordón, cuando el viento impulsaba la persiana hacia afuera. Es estar acostada y oír el agua, y ver esa luz, y sentir, es casi imposible que esté yo aquí; sentir el más puro éxtasis que se pueda concebir”.

No es fácil determinar la influencia que sensaciones de esta naturaleza tienen en la configuración de una personalidad, en sus gustos y preferencias, en su creatividad y sentimientos. Es posible que el vestido que de manera tan vívida rememora Virginia Woolf fuera el símbolo de una experiencia infantil de seguridad y de ternura maternal. El rumor de las olas y el golpeo de la persiana empujada por el viento quizás fueran para Virginia sonidos prometedores, capaces de transportarla a un estado de libertad difícil de definir. La propia escritora puso de manifiesto su dificultad para poner en palabras esas sensaciones. Era consciente de que tal como las expresaba era probable que no llamaran la atención, que resultaran insuficientes o poco interesantes. “Tendría que haber empezado por describir a la propia Virginia”, advierte en sus memorias. Y es que, como dice la escritora, lo interesante en textos de esta naturaleza no es lo que pasó, los hechos, sino a quién.

Quién era ella, entonces. Para el asunto que nos concierne, que son estos primeros recuerdos, la autora de las memorias señala que lo extraordinario de estas sensaciones que describe en el cuarto de los niños en Talland House es probable que estuviera relacionado con el contraste existente entre ese cuarto y el que ocupaban el resto del año en Londres en el número 22 de Hyde Park Gate. En esta última casa los hermanos se encontraban algo hacinados y, con frecuencia, confinados en una habitación cerrada, oscura y fría en la que transcurrían lentas las interminables horas de los gélidos y lluviosos días londinenses. En Talland House, el rumor de las olas, la brisa y el golpeo de la persiana eran entonces los sonidos de una libertad muy ansiada. 

Olas rompen contra rocas en la costa con acantilados verdes.

Y también ese vestido es posible que tuviera un significado especial, teniendo en cuenta la biografía de Virginia. Estar en el regazo de su madre, durante las largas horas de aquel viaje, era una circunstancia excepcional para ella, quien tuvo que compartir a su madre con un gran número de hermanos (era la sexta de siete) y con la incansable actividad benefactora a la que se entregó en vida su progenitora. Virginia siempre ansió mayor atención de una madre a la que idolatraba, a pesar de que fue con su padre con quien tuvo una mayor afinidad. 

Sus recuerdos más importantes relacionados con el color tienen que ver con St Ives: las flores rojas y moradas del vestido en el tren en dirección a ese lugar cuya luz era tan especial que atrajo y congregó a multitud de artistas. También se juntan en esta localidad sus recuerdos más relevantes relacionados con los sonidos: la brisa, las olas. Todas estas sensaciones estuvieron presentes en su escritura. Quizás el texto donde se hayan hecho más patentes sea en Las Olas, ya que en él su estructura, configuración y ritmo -y no solo el contenido- están determinados por ellas. Al comienzo de esta obra podemos leer:

Portada del libro 'Las olas' de Virginia Woolf, publicado por Hogarth Press, con ilustraciones en color verde y texto en inglés.

“La ola hacía una pausa y volvía de nuevo, suspirando como quien duerme, cuyo aliento va y viene de forma inconsciente.”

“Llegó la luz a los árboles del jardín; la luz hacía transparentes una hoja tras otra”.

Es también en este lugar mítico donde la Woolf sitúa un tercer recuerdo significativo: el de la visión cálida y soleada de unos huertos de camino a la playa. Se detuvo a contemplarla. De ellos salía un “zumbido de abejas; las manzanas eran rojas y doradas; también había flores rosadas; y hojas grises y plateadas”.

Cuando Virginia evoca estas sensaciones, tanto la que le provocaban los sonidos de la brisa y las olas en el cuarto de los niños de Talland House, como la visión sonora de estos huertos, habla de una sensación de “rapto” en la que dejaba de tener conciencia de ella misma. “Quizá esto sea propio de todos los recuerdos infantiles”, puntualiza. Quizá esto explique su fuerza.

La escritora, al recuperar estos momentos, momentos de vida, buscaba conectar de nuevo con esas primeras emociones tan poderosas, únicas y determinantes para ella, como es posible que haya otras diferentes en cada uno de nosotros.