En las profundidades del Leteo

Antonio Belda

Fotografía submarina: Débora Carchenilla

Vista del océano en atardecer con cielo en tonos pastel y árboles en primer plano.

El sonido ronco del motor fueraborda y la bruma salitre acompañan mi silencio reverencial. Los aún perezosos rayos de sol y la brisa mañanera de agosto acaronan mi cuerpo y preparan mi espíritu para lo que está por acontecer. Poco a poco, los pensamientos enmudecen y se desembarazan los nudos y las escaras de la cotidianidad que molestan a la contemplación del misterio.

El barquero enfila la travesía con la seguridad que otorga el buen oficio. Las notas de su silbido parecen susurrar los versos de Calderón:

Yo que sulcar, digo otra vez, me veo

sobre las negras ondas del Leteo

a quien lo letal otro sentido

ha de llamar el río del olvido”.


[Pedro Calderón de la Barca, El divino Orfeo, 1663).

Tras unos minutos, la nave se asegura en el muerto. Con la emoción del misacantano, pero con la experiencia del mitrado, desestibo mi equipo y me lo coloco a la espalda. Espero impaciente la señal del barquero para saltar. Es el del buceo un salto, como el de la muerte, ciego hacia atrás, pero siempre confiado en que la barrera que se está por franquear es mejor que la que se deja atrás.


Y de repente, mi cuerpo, como por ensalmo, irrumpe en una realidad por desvelar; en las entrañas del Mediterráneo. Las reglas de este nuevo mundo exigen olvidar las de la superficie. Los problemas y preocupaciones flotan y la infinidad de sonidos de la superficie se truecan en dos murmullos: tu respiración y los sonidos del agua. La ley de la gravedad se transforma en la de la ingravidez de un líquido amniótico atávico. El ego del cosmopolita contemporáneo se ovilla ante la inmensidad de su pequeñez. El arriba es abajo. Conforme desciendes a través de un colosal color azul “aquiseencierraelmisterio”, tus pensamientos van poco a poco desapareciendo hasta definitivamente librarse y olvidar la tiranía del “cogito ergo sum”.

Al llegar al fondo, un particular “nuevo mundo” irrumpe. Tus ojos, acostumbrados solo a mirar de cerca allá arriba (¿o era abajo?), se convierten, de repente, en lentes micro y macro. Un ojo felino enmarcado en un tentáculo te observa desde el hueco de una roca alfombrada de clorofitas, membranas de mar, algas rojas (rodófitas), corales naranjas y erizos de mar. Atento a tu presencia, continúa, alerta, con su existencia.

Al detener la mirada un poco más, descubres los ojos de un gobio que, como torretas, vigilan nerviosos el entorno, mientras un nudibranquio (Edmundsela pedata) se desplaza por la roca con gracilidad paquiderma.

Impulsado por la curiosidad y una natación torpe recorres una colonia de poliquetos (Protula tubularia), algunos de los cuales, recelosos de tu presencia se cierra por precaución. Una pareja de tembladeras (Torpedo marmorata) reposa al fondo de una grieta y cuyo sueño, como el de los faraones egipcios, custodia una morena (Muraena helena) aconsejada por un caballito de mar (Hippocampus guttulatus).

El manómetro, no obstante, te recuerda que no perteneces a este mundo y que tienes que volver arriba (¿o era abajo?). Sin embargo, el olvido de ti durante este tiempo ha obrado el milagro y has conseguido hacer realidad el sueño de Nicodemo de nacer de nuevo. Te das cuenta de que realmente has hollado en las profundidades del cielo. Piensas, mientras asciendes y contemplas las burbujas de tu respiración elevarse hacia la superficie, si realmente Dante hubiera podido bucear, ¿habría vuelto a situar el Infierno en las profundidades? Yo tengo mis dudas, mediterráneamente.

Sobre la limpia arena, en el tartesio llano

por donde acaba España y sigue el mar,

hay dos hombres que apoyan la cabeza en la mano;

uno duerme, y el otro parece meditar.

El uno, en la mañana de tibia primavera,

junto a la mar tranquila,

ha puesto entre sus ojos y el mar que reverbera,

los párpados, que borran el mar en la pupila.

Y se ha dormido, y sueña con el pastor Proteo,

que sabe los rebaños del marino guardar;

y sueña que le llaman las hijas de Nereo,

y ha oído a los caballos de Poseidón hablar.

El otro mira al agua. Su pensamiento flota;

hijo del mar, navega -o se pone a volar.

Su pensamiento tiene un vuelo de gaviota,

que ha visto un pez de plata en el agua saltar.

Y piensa: «Es esta vida una ilusión marina

de un pescador que un día ya no puede pescar.»

El soñador ha visto que el mar se le ilumina,

y sueña que es la muerte una ilusión del mar”.

Antonio Machado