¿Por qué es especial la música en nuestras vidas?


Edgar Martín Jiménez

Cuando hablamos de música, conviene precisar de qué hablamos. Yo me refiero aquí a la música pura, la que no necesita palabras. Porque la palabra, inevitablemente, trae consigo un significado que nuestro cerebro traduce de inmediato. El sonido, en cambio, puede carecer de ese significado previo. ¿Qué nos dice, por ejemplo, un LA vibrando a 440 Hz? Nada, en principio. Lo verdaderamente importante no es el sonido aislado, sino la relación que establece con el siguiente y con el siguiente, y cómo nosotros vivimos esas relaciones.

Ese simple hecho nos lleva a dos ideas fundamentales: por un lado, la existencia de sonidos de vibraciones regulares; por otro, la experiencia humana de las propias relaciones entre esos sonidos. Los sonidos de vibraciones regulares son aquellos en los que se produce el mismo número de oscilaciones en una unidad de tiempo. Por ejemplo, el sonido La4 es igual a 440Hz vibraciones por segundo. Ésta es la esencia del tono musical. Al crearse un sonido de vibraciones iguales, se desprenden de él una serie de sonidos secundarios (sonidos armónicos) que aparecen después del sonido generador.

Esta estela inevitable, los armónicos, que deja un sonido generador, aparecen siempre, queramos o no, desplegados en el tiempo, como una consecuencia natural. La aparición de estos sonidos armónicos y en la forma que lo hacen no dependen de la voluntad del hombre. Aparecen se quiera o no se quiera. Esto es de vital importancia. El hombre produce un sonido, sí, pero ese sonido no le pertenece del todo. Lo trasciende.

Esa fugacidad, esa aparición y desaparición progresiva del sonido, nos coloca frente a un espejo. Como el hombre, el sonido nace, se desarrolla y muere. Tal vez ahí radique el secreto de por qué la música nos resulta tan especial: porque en ella reconocemos nuestra propia temporalidad. 

Por lo tanto, podríamos decir que la estructura del sonido se corresponde con la estructura afectiva del ser humano: todo ocurre en el ahora, pero ese presente siempre se tiende entre un pasado y un futuro.

La música, como la vida, nunca se detiene. Está en perpetua evolución. En el curso de una obra, dos momentos idénticos nunca se viven de la misma manera: una repetición ya no es la primera vez, porque nuestra conciencia la ha transformado. Y si la vida humana es irrepetible, también lo es cada compás musical, aunque aparentemente sean idénticos. No es lo mismo como vivimos el despertar un lunes para ir al trabajo, que el despertar un viernes, aunque el sonido del despertador sea a la misma hora y nuestras rutinas sean exactamente igual. Algo ha pasado entre el lunes y el viernes, ha habido una evolución en nuestro interior.

La música comparte con nosotros otra característica esencial: la bidireccionalidad. Todo movimiento vital implica su contrario: inspirar-expirar, tensión-distensión. En el equilibrio entre esas dos fuerzas palpita la existencia. Lo mismo sucede en una obra musical: la tensión se eleva con un acorde inesperado, la distensión llega con la reexposición de una melodía ya escuchada. Y, sin embargo, esa tensión no se mide en términos matemáticos, sino en términos vivenciales: ¿cuánta inquietud nos produce este acorde? ¿cuánta calma nos devuelve su resolución? Son preguntas que solo podemos contestar en el aquí y el ahora, con el cuerpo y el oído, nunca solo con el intelecto.

De la evolución y de la bidireccionalidad surge la tercera condición: la continuidad. La vida no admite pausas; tampoco la música. Un libro puede leerse por fragmentos, detenerse y retomarse más tarde. Una sinfonía no: solo cobra sentido en su discurrir continuo, en esa corriente temporal que no se interrumpe. La música nos obliga a habitar el tiempo sin saltos, igual que la existencia nos exige vivirla sin interrupciones.

En el fondo, comprender la música no es tanto un ejercicio intelectual como una vivencia. El compositor juega con el contraste: demasiado contraste y el oyente se pierde en la tensión; demasiado poco y el aburrimiento asfixia. Su arte consiste en equilibrar la novedad y la familiaridad, el sobresalto y la calma. Y nuestra escucha, en entregarnos a esa experiencia como si viviéramos, comprimida en unos minutos, toda una vida.

Porque en definitiva, eso es una obra musical: una vida condensada. Una melodía, una tonalidad, un motivo que nace, se desarrolla, tropieza, se transforma y finalmente muere. Entre su primer latido y su último silencio, nos invita a recorrer un trayecto que sentimos como propio.

Quizá ahí resida lo que hace de la música algo tan esencial en nuestras vidas: que nos permite reconocernos en ella. Que nos muestra, con sonidos en fuga, la trama invisible de nuestra existencia. Y que lo hace con una claridad imposible de traducir en palabras.

Edgar Martín Jiménez

Director de Orquesta y Divulgador musical

Septiembre 2025