Las pinturas rupestres y el arte de ver las cosas
Imagen: Jiménez de Gregorio, F., Grabados y pinturas rupestres de El Martinete, Alcaudete de la Jara, Toledo. Pyrenae núm. 9.
Desde el camino, a media ladera en la solana, no se ve el río. Un bosque abierto de encinas y acebuches deja entrever en la umbría pedrizas negras. Abajo, las puntas de algún sauce acompañan el ruido del río. Estamos en el Jébalo, en el paraje del Martinete.
—Esa es la referencia, las peñas negras. Es bajar esta ladera, y en una piedra junto al río, están.
Pinturas rupestres.
I
A la mañana siguiente, mientras la compañía estiraba las horas de sueño y tomaba café, salimos Aitana y yo a dar un paseo, y a ver si dábamos con las pinturas.
Tras una subida breve, soleada, llegamos más o menos a donde recordaba que el día anterior me habían dicho que comenzaba la bajada. Jaramagos, lupinos, peonías, cantuesos y tuberarias alfombraban la pendiente. Para esquivar las jaras, los labiérnagos, las esparragueras y las ramas más bajas de los acebuches, fuimos serpenteando por la ladera empinada, incómoda.
—Por lo menos llegamos al río y lo vemos, ¡me han dicho que hay nutrias! Pero vamos, no va a haber manera de dar con las famosas pinturas.
—Ya, es que tampoco sabemos qué buscar.
—Ya.
Cuando estuvimos casi ya abajo, perdida toda referencia de piedras negras o del camino, mientras intentábamos buscar un pasillo entre las rocas, una bajada, que nos permitiera sortear el pequeño cantil y bajar al margen del río, una corza saltó de su encame en la ladera de enfrente, y nos acusó con su inquisidor ladrido de romper ese remanso de calma. Los mirlos, los cálidos y metálicos ruiseñores, se callaron. Solo sonaba el agua. Conseguimos bajar a la orilla.
—Por lo que me dijo ayer Fernando, deben ser unas marcas pequeñas en una peña al borde del río, pero tampoco sé en qué orilla.
—A ver, avancemos veinte metros, no parece que se pueda mucho más.
Embriagados por el olor de las jaras, el rumor del río y el silencio en el monte, siempre desconcertante, avanzamos río arriba.
Giramos una esquina, por encima de un fresno caído.
¡Las pinturas!
Nos miramos, y recuerdo que reímos, y que no dijimos nada. Me quedé señalándolas un breve rato. Luego nos acercamos y las tocamos.
No nos habían enseñado imágenes, y no nos las imaginábamos así. Formas más o menos reconocibles, arcos, ciervos, personas, talladas en la piedra, punto a punto, cubrían todo el muro.
La piedra en sí era cóncava, alisada por las crecidas, y de cinco o seis metros de altura. Lo que los expertos llamarían un “abrigo rocoso”. Debajo, al pie de la pared, la sensación se asemejaba a la de estar en una capilla. Mirando a la pared, las pinturas te envuelven, te rodean. Al darles la espalda, te protegen, pero su presencia te afirma que su contraparte, su espejo, ese rincón del río, es igual de importante.
Al pie de las pinturas, sentados en grandes piedras, charlamos un rato. Mientras, el río volvió a la vida; a los ruiseñores se sumaron bandos pasajeros de abejarucos, que bajaban y subían el río, y se oía alguna abubilla desparejada. Recordé, mirando la ribera, que Azorín llamaba vanidosos a los álamos, por pasar la vida mirándose en las corrientes.
Junto al agua, comentábamos los dos en voz alta nuestros pensamientos, verdaderamente afectados por haber encontrado ese paraje.
—Es que hay que darse cuenta de dónde estamos. La piedra de las pinturas está en mitad del campo hoy, como lo habría estado entonces; pero ¡qué campo! El monte mediterráneo es una huerta abandonada, fíjate. Estas hojas lobuladas que salen de las grietas de las piedras son higueras, aquel palo que serpentea en paralelo al fresno, una parra, vid, ya has visto bajando los espárragos, los acebuches son olivos silvestres, de hecho se siguen vareando en muchas zonas, setas, peces, berros, escarolas, collejas, ajos silvestres, tagarninas. ¡Te he ido señalando todas en la bajada! Un jardín, una huerta abandonada. O aún por domesticar. Y en medio de todo, una capilla, una ermita abovedada, sobria, eterna. Para agradecer, para encomendar la suerte, no sé. Tampoco tengo claro para qué son las capillas de hoy, pero sé que ambas son importantes.
—Yo con lo que sigo sin dar crédito es que las hayamos encontrado.
II
Tiempo después, ya en Madrid, he seguido pensando en esa capilla, en esas pinturas, en cómo el monte nos condujo, sin darnos pistas, hasta ella. Y pensando en esto, he vuelto a John Burroughs.
Burroughs dedicó quizá su más conocido ensayo al “arte de ver las cosas”. A pesar de ser un erudito naturalista, Burroughs defendía que el comprender la naturaleza, que el campo elija mostrarse ante tí, depende de querer, de amar la naturaleza, de un factor siempre más emocional que teórico, y al alcance de cualquiera; que no fácil de alcanzar.
“El amor (a la naturaleza, o no) agudiza la vista, el oído y el tacto, acelera el paso, estabiliza el pulso, te pertrecha contra la humedad y el frío. Lo que amamos hacer, lo hacemos bien. Saber no lo es todo, es solo la mitad. Amar es la otra mitad.”
“En una página impresa, el blanco del papel juega una parte casi tan importante como la tipografía o la tinta, pero el libro de la naturaleza está en un plano diferente: la página rara vez presenta un contraste entre blanco y negro, ni siquiera entre marrón y negro, sino solo entre tonos similares, gris sobre gris, verde sobre verde o pardo sobre pardo.”
Quiero creer que ese día, en esa solana, en esta primavera hirviente, verde, dulce, supimos leer la letra pequeña, las notas al pie del libro de la naturaleza, nos detuvimos en cada línea, y el monte, por un rato, bajó la guardia y nos llevó a un lugar, sagrado entonces, sagrado hoy.
El autor, poco después de encontrar las pinturas.