Perdedores sin disfraz
Cada catorce de agosto, en un pueblín costero de Asturias llamado Luanco, se celebra el carnaval de disfraces. A priori, es un carnaval como cualquier otro. De día, los padres aprovechan para salir al pueblo con sus hijos pequeños que, disfrazados de rockeros, jugadores de fútbol americano o cowboys, desafían con la mirada a otros niños que van disfrazados igual que ellos. Casi se podría decir que, en ese momento, Luanco se convierte en el plató soñado de Sergio Leone. Por la noche, mientras los rockeros, jugadores de fútbol americano y cowboys descansan, los mayores se disfrazan de Melendi en el avión, pululando por cada una de las verbenas que se organizan en el pueblo. Al día siguiente, todos los vecinos de Luanco coincidimos en que el avión sufrió más turbulencias de las esperadas.
Cuando era pequeño yo seguía el mismo ritual que cualquier otro niño: me arrimaba mi sombrero tejano y mi camisa a rayas, me colocaba con calzador las botas con espuela, me apretaba bien fuerte el cinturón y la bandolera, y practicaba delante del espejo el desenfunde de mi revólver. Todavía no conocía a John Wayne, y esa de la que se libró.
Tras unos cuantos duelos cada catorce de agosto en el Salvaje Oeste, llegó un momento en el que dejé de identificarme con John Wayne (por entonces, ya le conocía de sobra). Como quien sueña con ser astronauta y poco a poco va rebajando sus pretensiones hasta convertirse en dueño de un Planetarium, descubrí que aquel niño nada tenía que ver con un sheriff o un temible forajido. Más bien, se acercaba más a aquel Plácido protagonizado por Cassen, un hombre sencillo y bonachón, siempre en busca de soluciones rápidas a problemas persecutorios.
A día de hoy, todavía desconozco si esa aceptación de mi identidad fue motivada por mis influencias cinéfilas o si, por el contrario, el cine que más me ha marcado es un reflejo de cómo me identifico. Siempre he tendido a confundir la relación causa - efecto. Lo cierto es que llegó un momento en el que guardé el revolver para revolverme sin guarda, y que los personajes de los que más me apiadaba en las películas eran, precisamente, los que no olían a pólvora.
No es casualidad que mis tres películas preferidas sean El Apartamento (Billy Wilder, 1960), El Buscavidas (Robert Rossen, 1961) y Ed Wood (Tim Burton, 1994). En definitiva, las tres hablan de lo mismo.
Ed Wood cuenta la historia real de Edward D. Wood Jr., considerado el peor director de cine de todos los tiempos. Entre claqueta y batacazo, la película profundiza en su relación con Bela Lugosi, el primer Conde Drácula, y con otra serie de personajes que, tal y como dice el poema, están destinados a rechazar el paraíso. Ed Wood es, en el fondo, una carta de amor al cine desde el lado de aquellos a los que el cine nunca quiso.
El Buscavidas nos coloca en la piel de Eddie Felson, un jugador de billar profesional que se dedica a timar a otros jugadores en clubes de mala muerte con la esperanza de poder enfrentarse algún día a Minnesota Fats, el mejor jugador del condado. Pero eso es sólo es la carcasa. El Buscavidas habla sobre la ambición y el caos, la perdición, la caída libre. Es una película adelantada a su época, permitiéndose la frivolidad de tratar esos temas con una dureza pocas veces vista en el Hollywood de los años sesenta.
Por su parte, El Apartamento retrata a C.C. Baxter, un trabajador de una gran multinacional que cede las llaves de su apartamento cada vez que sus jefes necesitan desfogarse del estrés de las llamadas telefónicas y de la convivencia conyugal. De acuerdo con sus declaraciones, Billy Wilder escribía dramas cuando estaba contento y comedias cuando la mochila pesaba más de lo debido. Partiendo de esa premisa, no tengo ni pajolera idea del estado de ánimo del guionista cuando escribió El Apartamento, una película tan triste como empeñada en reírse de sí misma. Es una película, sobre todo, profundamente enamorada de sus personajes.
Puede que esté equivocado, pero intuyo que cuando Tim Burton, Robert Rossen y Billy Wilder rodaron sus películas, ellos tampoco se identificaban con un sheriff o un temible forajido (de hecho, Wilder siempre se negó a rodar westerns). Sí lo hacían, considero, con todo aquel al que alguna vez se le haya encasquillado el arma. Con el director de cine con carácter pero sin talento, con el jugador de billar cuyo carácter frustra el talento, y con el currito sin carácter ni talento. Con no ganar; con perder. Y es que, en el fondo, si el cine logra sacarte una hora y media de tu realidad para meterte en otra, qué más real puede ser que una realidad en la que ya hayas estado. Supongo que esa será también la razón por la que siempre he sido más de Ed Wood que de John Wayne. Bueno, eso, y que yo no tengo percha.
Todavía no he pensado mi disfraz para el siguiente catorce de agosto, pero lo que tengo claro es que el revólver, un año más, se quedará cogiendo polvo en el cajón. Antes, me disfrazo sin disfraz, y cuando me pregunten de qué voy, sacaré las llaves de mi apartamento y responderé: “que sea rápido”.