Morlaix-Jaime Rosales

Dos mujeres sentadas sobre rocas en un paisaje rocoso, con cielo nublado en el fondo, en una foto en blanco y negro.

Es posible que Morlaix no sea la mejor película de la historia del cine, pero me cuesta más pensar que no se haya hecho con esta ambición tan sana. Quiero, pues, empezar este texto reivindicando la sana ambición como disposición necesaria para la creatividad. Ciertamente, Jaime Rosales aborda con este espíritu todas sus obras, porque en cada una de ellas se expone a un enorme desafío libremente escogido.

En el caso de Morlaix –como en el de muchas otras– el desafío es eminentemente formal, en concreto se plantea el reto de encontrar un lenguaje que aporte matices nuevos al viejo problema del amor adolescente. Y lo primero que demuestra este autor es que conoce a la perfección el lenguaje de su propia disciplina, por esto, a mi juicio, disemina por todo el metraje perlas de la mejor historia del cine.

Pasan por delante de nuestros ojos los tristes adolescentes de El diablo probablemente; el todavía melenudo Melvil Poupaud tocando la guitarra en Cuento de verano; los abrazos en las rocas de esa pareja clandestina de Un verano con Mónica y, por supuesto, la bellísima Anna Karina de Banda aparte bailando con sus amigos. Pero también vemos ecos del cine actual, de la intensidad narrativa de Philippe Garrel, o del cine dentro del cine de Hong Sang-soo. Rosales en su aventura se quiere rodear de los mejores y esto se nota.

Pero veamos cuáles son las herramientas que utiliza para sacarnos de lo habitual. Lo primero que me llama la atención son las alteraciones de la continuidad del tiempo narrativo: aceleraciones, interrupciones, e incluso los planos fijos que abren y cierran algunas partes del relato se superponen velozmente sin que apenas podamos detenernos en ellos. Los formatos de la pantalla, también, cambian: la película comienza con un cinemascope en blanco y negro, después pasa a un 4:3 en color, y termina de nuevo con el cinemascope en blanco y negro. Además, la continuidad del sonido se fragmenta, e incluso la narración por momentos se duplica en imagen móvil y foto fija. Pero, lo más relevante es la introducción de diferentes niveles de realidad dentro de la historia: un cine que sale del cine y que se encarna en la vida; y una realidad que se queda ¿congelada? gracias a que es registrada por la cámara.

Sin duda, uno a uno estos recursos son brillantes, pero quizá al presentarse todos juntos a un espectador algo limitado, como es mi caso, le superan. Y es que mi torpe mente al buscar la lógica de todas estas alteraciones de la narrativa tradicional se agota de tanto esfuerzo y sin darse cuenta se aleja de la historia. Ya digo que puede ser en exclusiva un problema personal, pero si empecé ensalzando la ambición creativa es porque muchas veces resulta más atractiva cuando se presenta acompañada de una gozosa autolimitación.

En la historia del cine tenemos maravillosos ejemplos de ello: Ozu, Rossellini o Rohmer de maneras muy distintas destilaron sus destrezas, limitaron los recursos narrativos para multiplicar sus efectos y consiguieron con aparente facilidad hacer algunas de las mejores películas del siglo anterior. La gracia brilla en esas obras porque parece que están hechas sin esfuerzo, con extrema facilidad; es como cuando aprendimos a montar en bicicleta de pequeños y por fin conseguíamos gritar: “¡sin manos!”, así fue como nos divertíamos y deleitábamos a nuestros mayores al transformar nuestra ambición en certera despreocupación. Baltasar de Castiglione acuñó el término sprezzatura para describir esta actitud de desdén, de aparente falta de cuidado; “la mucha diligencia es dañosa” repetían los artistas del Cinquecento al incorporarla a sus obras.

Pero con o sin sprezzatura esta película nos cautiva. Tanto por la honestidad de su propuesta como por la elegancia de su desarrollo. Rosales construye su relato desde la depuración emocional. Desde una mirada serena hacia el “amor inmortal” expone el conflicto, y, posteriormente, nos muestra cómo este amor evoluciona en la memoria de los protagonistas, enriqueciéndose, marchitándose, pero sobre todo lo que nos plantea es que los recuerdos interactúan con el amor y modifican su propia esencia.

Esta es una película que deliberadamente no toma partido, lo deja todo a la soberanía del espectador, en ella se abren múltiples puertas para la reflexión: ¿Estamos ante el amor ideal o tan solo ante un amor idealizado por el tiempo? ¿Estamos ante una vida perdida por la rutina o ante una victoria de lo cotidiano? ¿Ante la soberanía de la pasión o ante el exceso del arrebato? Cuestiones que quedan abiertas gracias a que todas esas posturas tienen justificación; los personajes, vencedores o vencidos, idealistas o pragmáticos, esgrimen sus argumentos con convicción, la dignidad y valor de sus ideas quedan intactos, y al encarnarse estas ideas en sus propias experiencias simpatizamos con cualquier opción.

Solo hay un personaje que cuestiona con su naturalidad todas estas elucubraciones, y es Hugo, el mágico hermano de la heroína, que llena de frescura la película. Sin duda Rosales acepta y quiere todas las respuestas que los espectadores podamos dar, pero sobre todo lo que se ve es que a quien quiere es a sus personajes y a los actores que los encarnan.