Los Lusíadas o el espíritu de la aventura

Gabriela Palma

Dos vistas, pretérita y actual, de la Gruta de Camões.

Los Lusíadas se escribieron en el actual jardín botánico de Macao, situado en el corazón de la ciudad. Es un lugar misterioso y cálido, con ensoñaciones de Lisboa y reverberaciones de la China continental. Allí crecen las plantas más raras, como el loto sagrado y la buganvilla escarlata, bajo la humedad y el sol del trópico. Y donde Luís de Camões se refugiaba en la cueva que hoy se conoce como la Gruta de Camões, bajo el amparo de los Pereira, familia de ricos mercaderes portugueses asentados en Macao. Hoy en día es propiedad del gobierno chino, integrado como parte del Jardim Luís de Camões, el parque público más antiguo de la ciudad.

El panorama de hoy en el parque sigue siendo, de alguna manera, exótico y poético en su decadencia. Hoy está lleno de jubilados chinos en ropa de chándal que van al parque a caminar y a hacer algo de deporte. Con sus cuerpos menudos y frágiles, sus cintas para el sudor en la frente, y su presencia perenne en los caminos curvados y en los bancos a la sombra o al sol. Pensaríamos que, así, el parque mantiene su gusto por lo antiguo y lo histórico en estas figuras que quizá entiendan o quizá no del todo, el peso literario del lugar que frecuentan.

Arriba del parque está el castillo de Monte Fort, hoy museo de Macao. En él se pueden ver objetos de una época pasada, combinando la riqueza de la cultura china con el criollismo portugués. Llaman la atención los retratos de las damas de aspecto exótico y hermoso, que eran casadas en rituales exquisitos con otros muchachos del comercio adinerado, o que eran vástagos de aristocracias perdidas. Todos aquellos con el corazón siempre izado a través de los mares, recordando, añorando o soñando Portugal.

El parque está literalmente poblado por los Lusíadas, que hoy están en mosaicos sugerentes por la artista Joana Vasconcelos en el suelo de cada uno de sus pasajes: Inês de Castro, el Gigante Adamastor, Venus protegiendo a los navegantes, y Vasco da Gama ante el rey de Melinde, entre otros. De forma que nos metemos en las aventuras de la historia lusitana, y somos uno con Camões en la contemplación de la exhuberancia del trópico. Esto nos enseña que en la lejanía, a veces, se comprende la propia identidad mejor, pues el estar lejos destila los aspectos fundamentales de la historia y el ser propio por el contraste.

Camões en su peregrinación literaria, igual que Cervantes en sus destinos militares y de prisión, aprenden de la naturaleza humana y del ser profundo de su país en sus viajes. Esto nos toca en el corazón a todos aquellos que llevamos inscrito el espíritu de la aventura: que es real y también literaria. No por nada de la pluma sale el caballero andante, como el Quijote, que la emprende en decenas de encuentros con personas de todo tipo. Y que es, en la realidad, un viaje hacia el interior.

Y esto no es nada nuevo: los viajes han sido literatura desde el Ulises de Homero. Los viajes crean los sueños, y los sueños crean los viajes. Y los viajes se comprenden más cuando se hacen literatura. Y la literatura se nutre del amor interno por la aventura. Si no, no nos pondríamos a soñar con cosas lejanas, sino que nos quedaríamos con la prosa de nuestras viciadas oficinas y nuestros mundos predecibles y grises.

Tenemos también a Robinson Crusoe, amador de la aventura hasta el punto que ésta lo atrapa sin remedio en años sin fin. Ese es el peligro que se asume, claro, cuando uno se lanza fuera de su país. Cuando el deseo de aventura se instala tanto en la realidad que es imposible escapar de ella, como no se puede escapar del destino. O también nos recuerda a la de los habitantes de la Isla Misteriosa, que con su ingenio consiguen domar la aventura para hacerla más habitable.

Esto puede resonar ciertamente con las aventuras figuradas o reales que muchos jóvenes -y no tan jóvenes- españoles experimentamos cuando nos lanzamos al mundo en busca de oportunidades mejores: a veces, quedamos atrapados en la aventura sin poder o sin saber cómo regresar. Otras veces la domamos hasta hacer los ámbitos que moramos más amables a nuestro casticismo. Pero, en cualquier caso, encontramos siempre consuelo en nuestra tradición literaria para comprender mejor las aventuras vividas y vislumbrar lo que ellas nos dicen del nuevo lugar, de nuestra tierra de origen y de nosotros mismos.