Escatología de un hombre bueno
Andrés Kosterlitz Uribe-Echevarría
Capítulo I
La misa
—Que la tierra te sea ligera —dijo Daniel, nervioso, mas la amplitud de la iglesia hizo que su voz reverberara con un volumen que excedió con creces su intención y lo dejó alterado.
En seguida, sus ojos repararon en la multitud de invitados que habían venido ese día a acompañarlo a enterrar a su padre.
Daniel, nervioso desde lo alto del púlpito, imaginó, como suele ocurrirles a todos los que sienten pavor a hablar en público, que todos los asistentes se percataron del sobresalto que su propia voz le había inducido, lo que añadió una buena dosis de vergüenza a su agitación.
Qué aberración más grande, qué locura había poseído a su madre para organizar esta misa e invitar a tantas personas… Seguramente un último y cruel chiste a expensas del finado, siendo Daniel nada más que una víctima colateral, un personaje más en el teatro del absurdo que su madre, doña Sara Zúñiga, les tenía preparado para hoy.
Su padre, don Fernando Letrán Ormazábal, había sido en vida un perfecto ateo. Es más —recordó Daniel— el hombre no había pisado una iglesia desde que, a los nueve años, se negara a recibir la primera comunión mordiendo la mano del pobre cura que trataba de
acercársela a la boca.
Un apóstata impenitente hasta el final, hizo lo mismo con el clérigo que trató de darle la extremaunción tan solo un par de semanas atrás. Lo peor de todo, al centro del funesto rito se encontraba él y la elegía que su madre le había obligado a dar y que ahora mismo le costaba un mundo sacar de su boca.
Reunió sus pensamientos, se gobernó, y antes de que el silencio se volviera más incómodo y evidente, escupió:
—Fuiste un hombre bueno y un padre afectuoso.
Luego dio las gracias y bajó apresuradamente los pocos peldaños que separaban el presbiterio de las primeras bancas, donde usualmente se acomodan los más píos feligreses y donde hoy lo esperaba su diabólica familia.
Se sentó al lado de su madre y sus hermanas, que lo miraban indignadas por su discurso. Daniel, asustado, evitó sus ojos, fijando la vista en sus zapatos mientras se limpiaba la transpiración de las manos en el pantalón.
Había mentido, y para colmo, con la hostia todavía sin digerir dentro de su estómago.
Había mentido, en voz alta, en público y desde el altar, pensaba Daniel, mientras la imagen del cuerpo de Cristo transformado en un fierro candente que le producía una úlcera en las entrañas le pasaba por la cabeza, o mejor dicho, por su tracto digestivo.
“De seguro termino con él ahí abajo”, pensó su afiebrada mente, mientras la culpa arremolinaba sus ideas hasta el absurdo. “Me lo merezco”.
“¡No!”, se interrumpió.
“¡Imposible! ¡No!”, repitió, reasegurándose mientras descartaba lo que hace unos segundos le parecía una verdad revelada, como una mal concebida tesis de becario trasnochado.
¡Él y su padre!, reunidos en la otra orilla de la Estigia. “Absurdo”, pensó Daniel, y soltó una risa que, traicionando sus intenciones, dejó caer no en la seguridad de su fuero interno, sino hacia afuera, lo que desconcertó más aún a su madre y hermanas, que seguían mirándolo y censurándolo con sus ojos.
Sostener lo contrario contradecía las más básicas nociones de teología, moral y justicia en las que el pobre Daniel había construido su vida y bajo las cuales se había conducido cada día de su santurrona y aburrida existencia.
“Yo sí soy un hombre bueno”, pensó.
El cura interrumpió sus pensamientos:
—De pie, oremos.
Se irguió en piloto automático. No puso atención al resto de la liturgia, pero cumplió mecánicamente con todas las reverencias, persignaciones y respuestas de los salmos, como un perfecto autómata. —Pueden ir en la paz y la alegría del Señor.
Daniel salió de la iglesia con rapidez, estrechando ágilmente las manos con las que, desde los costados, lo asaltaba la bandada de conocidos, deudos, parientes, amigos de familia, compañeros y perfectos desconocidos.
En los peldaños de la entrada se encontró con Beatriz, una ex polola de sus años en la universidad; de su mano, su actual marido. Un pelele cuyo nombre no recordaba Daniel, pero que sabía trabajaba en un banco de inversión y podía invitarla a viajar, a comer, y que de seguro se lo hacía mejor de lo que él nunca pudo.
—Hola, Daniel, lo siento tanto; estábamos en la playa con Matías cuando me enteré de lo de tu padre.
“Matías, así se llama el hijo de puta”, recordó Daniel.
—Corrimos, pero el taco estaba atroz. Perdona que no llegáramos a la misa.
—No hay problema, gracias por venir; era absolutamente innecesario, Bea.
Apenas Daniel dijo esa palabra, pudo ver cómo en la cara de Beatriz se dibujaba una triste sonrisa, que Daniel no pudo más que interpretar como incomodidad ante el viejo apodo. No, no era solo eso… era… ¡lástima!, eso; Beatriz sentía lástima por él, lástima porque las cosas no le funcionaron como abogado, lástima porque después de que se cambió de carrera, sus cuadros no se vendieron, lástima porque, cuatro años después de que pelearan, él seguía enganchado, seguía llamándola Bea, y lástima porque, si él se lo hubiera pedido, ella se habría quedado con él. Pero él, muy cobarde, nunca se atrevió a pedirle matrimonio.
—Nos vemos en el cementerio —dijo ella y siguió caminando peldaños arriba, con su juguete de marido de la mano, para pasar a
saludar a otros amigos que se juntaban a las afueras de la iglesia para fumar un cigarro antes de emprender el rumbo al camposanto. Daniel quedó sumido en la turbulenta estela que Bea había dejado en su mente.
Qué poco que había vivido, qué estériles que habían sido sus años. Si un ACV se lo llevara ahora, como a su padre, ¿qué currículum, qué prontuario podría mostrar? ¿Qué había hecho en estos treinta años de existencia que valiera la pena? Nada malo… por lo menos no realmente malo —de chico una vez robó un Kinder Sorpresa—, pero tampoco nada especialmente bueno.
Rezaba, iba a misa, no era un delincuente, pagaba el arriendo de su pequeño departamento frente a la plaza Las Lilas a duras penas, pero siempre a tiempo, y reciclaba. Pero, además de eso, nada. Ni señora ni hijos, nunca escribió ni plantó un árbol, nunca viajó, nunca hizo un voluntariado ni participó de clubes o sindicatos, nunca militó ni cantó en el coro, nunca trabajó… nada.
Desabrido como un té tibio, un café descafeinado o tirar con condón… sabía que Bea odiaba esa palabra. Nada notable se le venía a la mente, y si ese era el caso, de seguro, una vez lo llamasen al patio de los callados, quedaría relegado a una especie de aburrido y anodino limbo con todos los otros indiferentes de este mundo: los que no arriesgaron ni se conmovieron con nada ni con nadie.
Recordó una frase de La comedia: Ni rebeldes ni leales a Dios, de sí mismos solo fueron; ni bien ni mal hicieron y ahora tanto la piedad como la justicia los desdeñan1.
Se preocupó, pero, por lo menos, no se encontraría con su padre si esa era la pieza que le estaban preparando.
Su autocompasión empezaba a asquearlo cuando vio salir a su madre y sus hermanas, Antonia y Laura, de la iglesia. Los cuatro se subieron a un transfer que Daniel había reservado, y detrás de la carroza fúnebre partieron al entierro.
1 Parafraseo del canto III del Infierno. Dante Alighieri. La Divina Comedía.
Capítulo II
El entierro
Durante el trayecto apenas respondió con monosílabos a las críticas de su discurso y los constantes recordatorios sobre lo linda que estaba Beatriz, con los que su madre lo espoloneaba.
Daniel sabía que, de las mil y una formas en las que había decepcionado a su mamá, tal vez la más terrible era haberla privado de esa perfecta nuera que hubiera sido Beatriz.
Sus hermanas, en cambio, conversaban de cosas prácticas: quién pagaría al padre Jorge por el servicio, y cuál de ellas se encargaría de llamar al diario para el obituario.
“No eran malas”, pensó Daniel, eran prácticas, inteligentes y tradicionalmente exitosas. Antonia trabajaba en el departamento de marketing de una gran cadena de retail, y Laura, tal como trató el propio Daniel sin éxito, había estudiado Derecho, y hoy trabajaba en un importante estudio en El Golf, cuyo nombre Daniel no pudo recordar, pero estaba seguro de que debía ser una amalgama de apellidos enrevesados y con guion, amarrados por un siútico signo “&”, seguidos de la sigla “Cía.”.
Ambas, además, ya estaban bien casadas y con hijos —como diría su mamá—, cuestión que a Daniel le dolía más que el hecho de que lo opacaran en términos profesionales.
Por fin el auto llegó al cementerio.
Caminaron los cuatro juntos hasta el lote trece, donde los esperaba una carpa verde con sillas a la sombra para los invitados, el padre Jorge y dos trabajadores del cementerio que ya estaban ahí, y en el centro de todo, el hueco.
Daniel se sentó en primera fila con su familia a esperar. Poco a poco fue llegando la gente, hasta que solo faltaba el invitado de honor. El finado llegó de último: los de la carroza fúnebre se pasaron la salida de la carretera y tuvieron que darse una vuelta larga hasta poder llegar.
—Tan impuntual en vida como en la muerte —Daniel se rio entre dientes, y tal vez por primera vez en ese largo día dejó ir parte de la rabia que le tenía a su viejo.
Entonces, a duras penas, Daniel vio llegar en una carretilla, empujada por un trabajador del cementerio que se le caía un poco el pantalón, la lápida que pondrían una vez tapado el hueco. El epitafio decía: Fernando Letrán Ormazábal 1949–2025, padre, esposo y empresario. Daniel pensó que debían invertir el orden a “empresario, esposo y padre”, o tarjar padre por completo.
No, estaba siendo injusto con el muerto. Antonia y Laura sí habían tenido papá. Para cuando ellas nacieron, su padre ya se había consolidado como el gerente general de la fábrica y empezó lentamente a delegar sus responsabilidades y a tener más tiempo para “las niñitas”.
Pero cuando Daniel era chico, únicamente vio a su papá —o, como le decía en ese entonces, don Fernando— los fines de semana. Incluso, solo de manera entrecortada, entre los tarascones que le pegaban los constantes mails y llamadas que lo perseguían desde su escritorio hasta la casa.
Nuevamente, sus cavilaciones se vieron interrumpidas por el inicio del responso. El padre Jorge fue breve y, en su infinita falta de originalidad, leyó la resurrección de Lázaro, de Juan 11:1–45.
A Daniel le costaba creer que a su viejo lo esperara la vida eterna. Si ellos no tuvieron un reencuentro en vida, ¿qué méritos podía exhibir don Fernando para exigir reencontrarse con el Padre —con p mayúscula— a esta hora nona?
En todo caso, su viejo probablemente estaría feliz con podrirse en la tierra sin más, reconfortándose en su putrefacto olor a muerto, el que tomaría como la confirmación de su teología de la nada.
Bajaron el cajón al hueco. Su madre y hermanas lloraban, pero Daniel estaba impávido; no sabía qué hacer, qué sentir. Era un convidado al funeral de un desconocido, un extraño, un extranjero.
¿Cómo creer en ti mismo si ni tu papá te da la hora? Tal vez por eso se había acercado a la iglesia, otra cosa más que los distanció en vida. Pero cuando el cajón tocó el fondo, algo se removió en Daniel. La rabia que tenía contra su viejo enmudeció, y sintió como que llevara horas con las manos apretadas en puño sin saberlo, como si las hubiera abierto al fin sin darse cuenta, sino por las hormiguitas que recirculaban ya liberadas por sus venas.
De repente, la represa cedió y Daniel rompió en llanto, a moco tendido, como un niño desconsolado. Los asistentes lo miraban, su familia lo miraba, Beatriz y el pelele lo miraban, pero poco y nada le importaba a Daniel el espectáculo de su pena: lloraba y lloraba sin parar… Lo iba a echar de menos.
Capítulo III
El taller y la galería
Más tarde, ya solo en su departamento en la calle Marcel Duhaut, Daniel, afiebrado por una necesidad imperiosa de trabajar, como no había sentido en meses, se volcó sobre un lienzo que tenía abandonado en una esquina de su taller y no paró.
Luego de tres días en vela, el retrato de su viejo estaba listo, todo plasmado en acrílico, sublimado en algo que venía de él, pero que ya no estaba en él.
Se había liberado de la desagradable necesidad de seguir, agotadora y eternamente, rumiando su rabia y su pena.
***
Si se cuentan los trazos uno por uno, hay un poco de todo: rabia, decepción, pena, pero también cariño. Incluso me atrevería a decir que parece imperar un ánimo de reconciliación con el sujeto de la obra, una especie de absolución del padre, o por lo menos una caritativa comprensión de sus flaquezas.
Este párrafo, escrito por el curador de la Galería Nacional de Arte Antiguo de Roma, se encuentra hoy día en una pequeña pestaña de plástico, muy bien iluminada, en español, inglés e italiano, bajo un
lienzo de 144 x 195, titulado La escatología de un hombre bueno, por Daniel Letrán Zúñiga, Chile, 2025.
Es parte de la exposición temporal de arte contemporáneo del Cono Sur que se quedará en Roma hasta finales del verano.