Estar ahí o lo cautivador de la escena
Siento una profunda admiración por las madres y por los padres, siendo mayor en el caso de las primeras por una razón, y es que, a lo largo de la historia, son ellas las que han tenido que arriesgar su vida por traer retoños al mundo. El parto era una ruleta rusa, y solo su heroicidad por arriesgar su propia vida en pro de la de su hijo o hija es la que ha permitido que no nos extingamos como especie. Hoy, el riesgo que ponen las madres y los padres se ha igualado (o por lo menos se ha acercado): dinero, carrera profesional, estilo de vida o ritmos circadianos, pero la vida está en juego en muy raras excepciones.
No obstante, no hay que menospreciar las exigencias de tener descendencia. Lo he podido comprobar de primera mano ya que, hace unos meses, en marzo de este año, fui tío por primera vez. Me ha quedado claro que para ser padre hay que estar perfectamente preparado. La ventaja, o desventaja en algunos casos, es que en el camino recibes todo tipo de recomendaciones, sugerencias y avisos de las personas que te rodean, enfocadas a que todas las funciones vitales del niño estén perfectamente cubiertas: las horas de sueño que debe cumplir, esquemas de alimentación para cada mes de vida, etc. Todo tiene que ir rodado para que ese ser completamente dependiente y vulnerable no corra peligro. Por suerte, la información hoy es más accesible que nunca, y es muy sencillo encontrar respuestas a cualquier duda que pueda surgir. El bebé echa un gas (los suyos son celebrados por el público, pero no recomiendo imitarlo pues he comprobado que la reacción no es la misma), y enseguida la madre ha encontrado varios tik toks que proporcionan información al respecto. El niño duerme mal, y hay sendos vídeos en Youtube que ofrecen soluciones. Y hay un artículo para todo.
Pero hay una necesidad humana que pasa más desapercibida, y no genera tanta preocupación: el ocio. Las personas necesitamos entretenimiento, y es casi tan fundamental como comer o dormir. Esta situación pilla con el pie cambiado a muchos padres primerizos y mi hermano no ha sido excepción. No se confundan, tanto el padre como la madre están llevando la situación con maestría, y el niño está creciendo con una salud de hierro. Pero ocurre una circunstancia y es que el bebé, ahora de seis meses de edad, solo toma su biberón si se le proporciona un espectáculo al mismo tiempo. Si no hay alguien ofreciéndole un medio de entretenimiento, aleja su cara y se niega a continuar con la ingesta. Es un órdago donde el bebé apuesta sin cartas su propia vida -si no come, se muere-, pero es fruto del privilegio del que gozan los seres dependientes como él, que pueden tirarse un farol a cartas descubiertas y ganar la mano. Así pues, mi hermano, en cada toma, se coloca una mano en la nariz representando una trompa y otra en el culo haciendo de cola, y comienza a realizar todo tipo de gestos, bailes y sonidos, que hacen posible que el niño se acabe la leche. No les voy a mentir, yo mismo quedo hipnotizado. No tanto por el espectáculo -he visto cosas mejores-, sino por la naturalidad con la que asume su rol y entiende la razón de ser del asunto. Claro, el niño necesita entretenimiento, es obvio, y por tanto es natural que el padre o la madre deba abandonar cualquier vergüenza y colocar una mano fingiendo ser una trompa y otra mano representando una cola, mientras emite todo tipo de sonidos ridículos. Yo también necesito entretenimiento mientras como, para lo cual acostumbro a poner la tele. Pero el recién nacido no puede acercarse a pantallas, o por lo menos no lo recomiendan en Tik Tok, por lo que inmediatamente goza del privilegio del que disponían los cortesanos castellanos de la Edad Media: tiene su propio bufón que le ofrece el espectáculo; en este caso, su padre. Y es que algo tiene el espectáculo que llena el alma del pequeño Tristán.
El teatro, el musical, la danza, la magia; en definitiva, la escena, ¿qué tendrá? Aquello que obsesionó a Cervantes, quien acudía como espectador a las obras de Lope de Rueda en Sevilla, como cuenta en su prólogo a las Ocho comedias y entremeses.
Yo, como el más viejo que allí estaba, dije que me acordaba de haber visto representar al gran Lope de Rueda, varón insigne en la representación y en el entendimiento.
Lo que captaron Walter Murray y Thomas Kean cuando fundaron la primera compañía permanente en un teatro de Nassau Street, en el bajo Manhattan, germen de toda la parafernalia que lleva siglos llenando carteles luminosos en Broadway. ¿Qué guardará qué es tan especial? ¿Qué será lo que esconde, que ha emocionado a gentes tan diversas, de tan distinta edad, de épocas tan alejadas y de culturas opuestas a lo largo de la historia? Es difícil responder a estas cuestiones, desde luego yo no soy capaz. Pero sí tengo una intuición del nexo común entre todas ellas: estar ahí.
Tanto yo, como los que me leen, tendemos a ser cotillas y mirones. Como cotillas, queremos enterarnos de todo y, como mirones, queremos hacerlo por nosotros mismos, en primera persona, sin que nadie nos lo cuente. Recuerdo una escena que presencié hace poco, en la que unos niños llegaban en grupo corriendo a otro, que se encontraba solo. Estaban llenos de emoción, radiantes. Todo apuntaba a que habían presenciado una escena memorable, se notaba porque les brillaba la cara y porque corrían enérgicamente en dirección a su amigo deseando contárselo. Cuando llegaron a él, todos se pisaban intentando relatar la historia, hasta que uno de los del grupo silenció al resto, puso orden y procedió a exponerle lo que habían visto. No obstante, se dio cuenta de que no era capaz de transmitir lo ocurrido con todos sus matices, con todos los detalles que sus ojos habían captado, pero que le costaba poner con palabras. Al final desistió, y el resto se fue turnando en la narración de la historia, pero parece que ni aquel con mayores dotes narrativas consiguió que la historia recitada hiciese justicia a la espectacularidad de lo que habían visto. “Tendrías que haber estado ahí”, concluyó uno de ellos. Los que estuvieron ahí fueron los únicos privilegiados que pudieron captar la escena al completo. Y el niño se dio cuenta de que ningún narrador podría hacerle sentir lo que sintió el resto al verlo con sus propios ojos. Su lado cotilla estaba satisfecho, pero su lado mirón no. Y esto ocurre con todo, incluso con lo más grotesco. Hace unos días, mi hermano (no el padre, sino el otro) me contó con cierta emoción que había visto por primera vez un accidente de coche en vivo. Vio un choque múltiple en el que, afortunadamente, todos salieron ilesos. Pero a nuestra faceta mirona le hace ilusión ver uno en directo alguna vez en la vida. Prueba de ello es que un accidente en una autopista suele generar atascos en ambas direcciones: en uno, por el propio incidente; en el otro, por los coches que frenan para mirar lo ocurrido. Crearán tecnología hiperrealista que ofrezca imágenes nítidas de las situaciones que no importará, siempre querremos verlo en vivo, con nuestros ojos, y ser nosotros mismos quienes hagamos la foto.
En el teatro, en la escena, nadie te cuenta cómo se siente un personaje, nadie te relata cómo ha sido el accidente, o lo que sea que haya ocurrido, simplemente lo ves. Lo observas sin filtros, de forma directa. A los que solo son cotillas, les basta con la historia contada por un tercero. Los que somos mirones, necesitamos estar ahí, no queremos a nadie que nos lo relate, pues no hay mejor narrador que los ojos. Y el teatro es estar ahí.