Sobre El nervio óptico, de María Gainza
Imagen: Untitled (Violet, Black, Orange, Yellow on White and Red), Mark Rothko, 1949, óleo sobre lienzo, Solomon R. Guggenheim Museum, Nueva York.
Comienzo a escribir estas líneas pocos días después de leer El nervio óptico, de la crítica de arte María Gainza.
Terminar el libro me rodeó de un sentimiento de sosiego muy poco frecuente. El libro me ha gustado, pero no ha sido un libro que haya devorado. Lo he leído con calma, con interés, pero sin hallar en él ningún momento de especial revelación, sin subrayar ni apuntar en el cuaderno referencias, citas, nombres de libros, de artistas; aparentemente el libro pasaba por mí sin dejar surco.
Al terminarlo, como decía, descubro que no ha sido así. El libro ha dejado poso en mí; pero no en cuanto a contenido, no voy a esforzarme en recordar anécdotas o nombres, como otras veces.
Me ha dejado solo esa sensación que me ha llevado al momento en que terminé El mar, el mar de Iris Murdoch, otro libro que no tiraba de mí mientras lo leía pero que, hoy recuerdo, me produjo la misma sensación de calma que este.
Al analizarlo, creo que es un efecto parecido al que me produce el atisbar, por el rabillo del ojo, a viejos conocidos en los museos madrileños, Carlos V en Mühlberg, los bodegones de Sánchez Cotán, el Clyfford Still del Thyssen…
(Es curioso, porque precisamente estos cambios de tercio entre el arte y uno mismo es el leitmotiv del libro de Gainza)
Rebusco en mi aún diáfano baúl de referencias y me viene a la cabeza la idea de experiencia estética. En Historia de seis ideas, el filósofo Władysław Tatarkiewicz hace un recorrido por la historia de la noción de experiencia estética (esta es, en concreto, la última de sus seis ideas). Según Tatarkiewicz, Aristóteles hace referencia a una experiencia que despoja al sujeto de su voluntad y lo abandona al encanto de las sirenas. También cita cómo Kant, por su parte, afirma que el estético es un placer que no está basado solo en la sensación, sino también en la imaginación y en el juicio; es un placer “de toda la mente”. Y aunque, aparentemente la experiencia estética se asocia siempre a una imagen, una obra de arte, la raíz de todas las teorías al respecto es la oposición clásica entre, por un lado, el conocimiento intelectual, y por otro, el sensitivo, en el que se ubica la experiencia estética.
Quizá el ejemplo más extremo de experiencia estética transformadora sea la atribuida a los cuadros de Mark Rothko. Sus campos de color no representan nada tangible, intelectual, no hay a qué asirse, pero tampoco son un vacío.
La experiencia canónica frente a un Rothko es la siguiente: Una persona cualquiera de pie a escasos palmos de un lienzo casi apoyado en el suelo, de dos metros y medio de alto, en el que dos colores luchan por ocultar tras de sí las distintas veladuras de óleo que han ido construyendo el cuadro, rompe a llorar en lo que el propio pintor definía como una experiencia religiosa. Sus obras no van de nada, pero causan emociones.
El mar, el mar trata sobre la jubilación del protagonista en una casa aislada, encaramada en un tormentoso rincón de la costa británica. El mar, con la cadencia de las olas, le va devolviendo, como si fuesen boyas o troncos a la deriva, problemas y fantasmas de su pasado. Conforme, ola a ola, avanza, la espuma va subiendo para convertirse en un libro asombroso y cautivador. Pero, aunque nunca lo tacharía de stendhalazo ni de éxtasis teresiano, el libro efectivamente produce un extrañamiento y una sensación confusa; no va de nada y emociona.
El nervio óptico mira de reojo a las obras de arte favoritas de la autora, mientras en realidad narra relatos sueltos de su vida, sin aparente conexión o interés. No va de nada, y sin embargo emociona.
No me queda otra que afirmar, con la boca pequeña y confiando en que no se me tenga muy en cuenta, que creo haber leído una obra de arte.