El arte fácil
Ilustración: Isolda Segui de la Quadra-Salcedo
A menudo, la obra de un “artista” se valora por los motivos que le impulsaron a crearla: por expresar lo que uno encierra y, a veces, más por lo que encierra que por la forma de expresarlo. En otras palabras, ¿qué hubiera sido de Dostoievski de haber nacido en Hawái? De ahí que no se conciba a Antonio Vega como el paradigma del equilibrio, a Bukowski como el hombre casto o a Charlie Bird Parker como un forretis de Kansas City.
Asimismo, habrá quien valore la obra de un “artista” por el tiempo invertido en ella o por sacar el mayor partido invirtiendo el menor tiempo posible. La arquitectura, por el precio de los materiales que se emplearon en levantar el edificio; la música, por la velocidad con la que el guitarrista mueve los dedos; el teatro, por la facilidad del actor en improvisar cuando olvida una línea; y la danza, por el grado de confección del tutú.
Hoy en día, considero que la obra de un “artista” se valora por la facilidad para consumirla. El arte fácil. El arte rápido y sin compromiso. De recoger por ventanilla y saciarse antes del ayuno intermitente. El cine. Y, para bien o para mal (ya es la segunda vez que menciono a Antonio Vega), supongo que el cine es el primer arte que caló en mí.
Ir al cine me gusta desde pequeño. De ahí que, misteriosamente, cada domingo por la mañana despertase en mí una voluntad ciega y descomprometida de ayudar a mi madre con la cocina y sacar al perro. ¿Cómo no me iba gustar una sala sin luz que consigue reunir a cien personas que permanecen dos horas en silencio excepto cuando gritan y ríen todas a la vez? Tampoco hacía falta que hubiera “algo” en cartelera: con que no fuera de animación, terror o erótica era suficiente para convencer a mi madre (y en el último caso, hasta ciertas veces conseguí mi objetivo prometiendo que me taparía los ojos).
A medida que fui creciendo me empezó a gustar el cine, no el arte fácil. Supongo que, como cuando llega el buen tiempo, es algo que intuyes que va a llegar pero que aparece de imprevisto. Primero descubrí a Wilder. Al rato, sabía perfectamente deletrear Nouvelle Vague. Y a los pocos meses tenía un ranking de mis películas coreanas favoritas. Pum, terremoto de súper ocho. Y lo mejor de todo, sin necesidad de sacar al perro. Aunque intuyo (y admito), que fueron esas sesiones de cine dominicales las que activaron el interruptor y me animaron a adentrarme en un arte que, hasta entonces, lo veía más como un pasatiempo. En definitiva, el arte fácil me acercó al arte.
Ojalá pasara lo mismo con la pintura, la danza, la arquitectura, la escultura… La música no la menciono porque desconozco cuándo no ha sido un arte de fácil acceso -hoy en día demasiado- y la literatura, por su parte, está en busca de cualquier recoveco que le permita tener su hueco en la habitación (Kindle, audiolibros). En cuanto al cine, parece que el arte fácil ya no es el mismo que ayer. Supongo que, de haber nacido diez años más tarde, esa voluntad de ayudar a mi madre con la cocina y sacar al perro hubiera sido, esta vez sí, realmente ciega y sin compromiso. Porque la recompensa -mis palomitas y mi sala de cine, en ese orden-, no significaría demasiado pudiendo darme un maratón de mi serie favorita en la nueva plataforma de moda. En ese caso, el arte fácil sería demasiado fácil como para esforzarme.
Siempre he defendido ese tipo de arte. Un arte que no requiera apreciarse y que a la vez te incite a descubrir ese otro en el que no hacen falta las palomitas. Porque nadie llega a Tarkovski sin pasar por James Bond o a García Márquez sin los tebeos de cuando era un chaval. Igual que quien escucha un saxo en el salón de su casa con un whisky y dos piedras de hielo en el pasado debió haberse pegado alguna que otra juerga al ritmo de “La Macarena” (pero con más whisky y menos hielo). El problema es que cuanto más fácil es el arte más parece que ha de serlo para que ese arte se valore. Y el riesgo -que lo hay- es que sea un arte cómodo y puede que haya a quien no le apetezca sacar al perro los domingos.
Tenía la intención de escribir un artículo hablando de cine. Sin embargo, he terminado escribiendo un artículo sobre por qué no debería escribir un artículo hablando de cine. Porque supongo que quien lee esto -o la mayoría, salvemos las distancias- no leería un artículo sobre la influencia del expresionismo alemán, sobre la nueva corriente del cine asiático o sobre por qué me gustan más los actores feos. Y la razón es clara: porque no es fácil. Por eso me encanta escribir de cine.