Del montón bueno
ACTO I
ESCENA I
Despacho moderno y elegante. Reposado en la silla, con un gesto relajado, un abogado de casi sesenta años está tomando café. Tiene buen aspecto: está perfectamente aseado, porta un traje caro, exhibe un peinado trabajado, y tiene dibujada una sonrisa deslumbrante. Termina el café, lo deja a un lado y coge el teléfono fijo de la mesa. Comienza una conversación que no podemos escuchar, tras la cual cuelga el teléfono. Entra una mujer en el despacho. Recoge la taza y otros utensilios de la habitación con el ceño fruncido.
ÍÑIGO. ¿Sigues enfadada?
NURIA. Faltaría más.
ÍÑIGO. ¿Soy culpable de algo?
NURIA. Tú sabrás.
ÍÑIGO. Oh, la adivinanza de cada mañana. Lo echaré de menos, sin duda. Hay quienes hacen sudokus para mantener su cerebro activo; yo, sin embargo, tengo la suerte de contar con Nuria Gutiérrez como secretaria, quien hace la función de café neuronal con sus adivinanzas imposibles: “Tú sabrás”, un clásico. “Algo habrás hecho”, recurrente también. “Allá tú”, sugerente. ¿Qué sabré? ¿Qué habré hecho? ¿Adónde yo? Esas son las preguntas a las que los filósofos deberían dar respuesta. Ni se atreven a enunciarlas, supongo: el fracaso está asegurado. Aristóteles, tengo algo que decirte: eres un farsante. Sigue habiendo muchas preguntas sin respuesta, de hecho, ni te atreviste con las más difíciles.
NURIA. Que me den el título de filósofa entonces, si es que eso existe, porque voy a resolver tu enigma: eres culpable de abandonarnos.
ÍÑIGO. No dramatices. Eres consciente de que no es así. Este es mi hogar, sois mi hogar. Sabes la razón que no me permite continuar.
NURIA. Oh, sí, la política de la compañía. Las normas de una empresa que tú mismo has creado no te permiten hacer lo que te da la gana. Esto es lo que se conoce como “no mandar ni en tu propia casa”.
ÍÑIGO. No te discuto ni una coma. No soy soberano ni frente al espejo.
NURIA. ¿De verdad no hay nada que puedas hacer?
ÍÑIGO. Si retorciera mucho las cosas, podría cambiar los estatutos para que estuviese permitida mi renovación, sí. Pero esta institución es demasiado grande como para que puedan modificarse las bases al antojo de una sola persona, por mucho que sea yo quien haya parido la compañía. Si no supusiera un problema de tan difícil solución, me quedaría más tiempo. ¡De forma gratuita si hiciera falta! Me siento como un joven de veinte años. Mentalmente me encuentro en mi mejor momento y físicamente soy un portento.
NURIA. Sí, un portento. Antes decías que no eres soberano ni frente al espejo y no estoy de acuerdo: eres capaz de llevarle la contraria cada día.
Se ríen los dos. NURIA coge una silla y se sienta junto a ÍÑIGO.
NURIA. Ahora hablando en serio, no me hago a la idea de que te vayas. Hemos pasado ya juntos…
ÍÑIGO. Veinticinco años.
NURIA. Veinticinco años. Una infancia, una adolescencia y, en la juventud de nuestra relación, nos separamos. Qué tristeza.
ÍÑIGO. No nos separamos. Nuria, nuestra relación va más allá de lo profesional. Incluso la palabra amistad se queda corta: tú ya formas parte de mi familia.
NURIA. ¿Y qué beneficios me reporta este título?
ÍÑIGO. Mi cariño, mi atención plena, e invitaciones ilimitadas a cenar en mi casa y tomar mi famosa lasaña.
NURIA. Famosa es, eso es cierto, pero no por lo que tú crees.
ÍÑIGO. Fíjate que nunca he recibido críticas. Y eso que siempre recuerdo que a quien no le guste le ofrezco en compensación un ejemplar de mi Manual de Derecho Mercantil.
NURIA. (Se levanta.) Eso te comentaba: que tu lasaña es exquisita.
(Se ríen. ÍÑIGO se pone de pie y le da un abrazo a NURIA.)
ÍÑIGO. ¿Hay algo que pueda hacer por ti? ¿Te sentirías mejor si despido a alguien?
NURIA. Es posible que sí. A Joaquín, que siempre me deja sin cápsulas de café.
ÍÑIGO. A sus órdenes (Se sienta de nuevo.). Joaquín será ejecutado en plaza pública.
(ÍÑIGO coge un periódico y empieza a leerlo. NURIA se dirige a la salida.)
NURIA. Y pon la calefacción. No sé cómo no has enfermado ya con el frío que hace en este despacho.
ÍÑIGO. Espera un momento, Nuria. (Deja el periódico sobre la mesa y levanta la mirada con una expresión de preocupación.) ¿Cuánto es cinco multiplicado por cinco?
NURIA. (Extrañada.) Veinticinco.
ÍÑIGO. (Hace una pausa con un gesto de profunda decepción. Mirando a NURIA a la cara.) Me lo temía. Fría y calculadora. (Se ríe a carcajadas.)
NURIA. ¡Ay! (Sale por la puerta negando con la cabeza, pero con una sonrisa cómplice.)
ÍÑIGO sigue riendo sentado en la silla. La carcajada se va desvaneciendo, pero mantiene la sonrisa. Comienza a analizar su entorno, observando detenidamente su despacho. Se levanta y da un paseo por la habitación. Toquetea artilugios. Se acerca a los diplomas firmados que se encuentran en la pared y los acaricia. Se coloca frente a un poderoso espejo. De pronto, le cambia la cara, como si estuviera viendo a un desconocido. Empieza a sentir un mareo que se va intensificando, hasta que finalmente cae desplomado al suelo de la oficina. Aparece NURIA en escena de nuevo, quien se apresura a ir a socorrer a su jefe.
NURIA. ¡Íñigo! (Mientras le ayuda a levantarse del suelo.) ¿Te encuentras bien?
ÍÑIGO. Sí, perdóname. No sé qué ha podido ocurrir. Estaba tan tranquilo y de pronto he sufrido un síncope. Saber que me voy para siempre me apena enormemente, quizá haya sido eso. Un bajón puntual, nada más. Gracias por preocuparte.
NURIA. No las des, para eso me pagan. (Se ríe tímidamente.) Es una broma, aunque no me pagaran seguiría preocupándome por ti.
ÍÑIGO. ¿Estás segura?
NURIA. ¡Claro! De hecho, me pagan por ocuparme por ti, lo cual hago porque es mi obligación profesional. Pero la preocupación no tiene nada que ver con el trabajo. Como ahora te vas, dejaré de ocuparme por ti, pero no dejaré de preocuparme por ti.
ÍÑIGO. Qué especial eres Nuria, y qué suerte he tenido contigo.
NURIA. Anda, dejémonos de cursiladas, y vayamos al salón de actos, que te están esperando.
ÍÑIGO. (Se pone en pie y se arregla la corbata.) Recuerda que soy el jefe, puedo hacerles esperar lo que me dé la gana (Ambos abandonan el despacho.).
ESCENA II
En un lado, una sala con butacas; en el otro, un atril sobre una plataforma elevada. Personas de todas las edades y con apariencias dispares esperan sentadas: JOAQUÍN es un señor de unos treinta y cinco años, con muy buena presencia, pero con poco gusto; JULIETA, una mujer de aproximadamente cuarenta y cinco años, con gafas, y con un comportamiento que muestra síntomas de ensimismamiento; FEDERICO, de edad parecida a la de ÍÑIGO, con un aspecto desgastado, el cual intenta camuflar con un traje evidentemente caro, un reloj de lujo y unos zapatos brillantes; OTRAS PERSONAS llenan la sala.
Aparecen ÍÑIGO y NURIA. La muchedumbre se levanta y comienza a vitorear a ÍÑIGO quien, con una mezcla entre vergüenza y emoción, agradece a sus empleados su recibimiento. NURIA, que había entrado por detrás de ÍÑIGO, se posiciona directamente en el atril y espera, con una sonrisa, a que se haga silencio.
NURIA. Bienvenidos a este acto que nos reúne hoy en homenaje al socio director de esta institución. Es el día que todos sabíamos que llegaría, pero que nos resistíamos a creer que fuese a hacerse realidad. Pero aquí nos encontramos. Como estaba previsto en el folleto enviado a vuestros correos, voy a dar yo el discurso de apertura de este acto. A tal efecto, he preparado una charla de solamente tres horas y media. Posteriormente, hablarán, en el orden que sigue: Joaquín Pérez, Julieta Martín y, finalmente, Federico Jiménez, socio y codirector del Despacho. Para terminar, Íñigo dará el discurso de clausura, donde podrá decir las palabras que considere oportunas. Aunque soy consciente de que Íñigo ha marcado la vida de todos los aquí presentes, no es posible dar voz a cada uno de vosotros por limitación de tiempo. No obstante, se celebrará un cóctel al término de los discursos para que tengáis la oportunidad de hablar con él. Sin más dilación, quiero dirigir unas palabras a mi jefe. Íñigo, me acogiste en tu compañía cuando más necesitaba una mano salvadora. Sigo sin saber por qué lo hiciste, pero para mí fue un bote salvavidas en una vida que estaba naufragando. Decidiste confiar en una mujer que se encontraba en una situación personal complicada, sin estudios y sin experiencia previa. Jamás me hubiese imaginado que podría trabajar en una empresa como esta, y mucho menos junto a una persona tan brillante como tú. Siempre has sido mi inspiración, pero lo sorprendente es que cada vez lo has sido más. Eres la persona más inteligente de la que yo tenga constancia. Y nunca has practicado las excentricidades propias del genio que sabe que lo es. Al revés, siempre te has mostrado cercano y humano. Siempre me has hecho sentir una más. Incluso me has hecho partícipe de decisiones profesionales de las que no estoy cualificada, con el único propósito de que me sienta importante dentro de la firma. Y ahora te vas. ¡Qué irremplazable va a ser tu presencia! No es mi intención convertir éste en el típico discurso lleno de sentimentalismos vacíos, pero quiero decirte una palabra que me has repetido tú tantas veces durante estos años cada vez que me encargabas una tarea y yo la resolvía con mayor o menor éxito: gracias. Las cosas negativas y los reproches suelen salir de forma natural de la boca de uno. “No dejes aquello de esa forma”, “no te comportes de esta manera”, “siempre cometes este error”. No obstante, no sé si es por vergüenza, o más bien por la tendencia de dejarlo todo para el final, los seres humanos tenemos la costumbre de decirle las cosas buenas a los demás cuando ya no queda más remedio. Incluso a veces cuando es demasiado tarde, y nos posicionamos en el tanatorio en frente de un cuerpo inerte a confesarle todo lo que no fuimos capaces de expresarle cuando podía darnos respuesta. Como no disfruto siendo una hereje, aprovecho para continuar con la costumbre de nuestra especie de dejarlo todo para el último momento, y agradecerte tu entrega y generosidad durante todos estos años. No exclusivamente, que por supuesto también, en el ámbito profesional, sino también en el ámbito personal. No solo has sido un buen jefe, lo cual ya sería digno de reconocimiento, sino que has sido toda una inspiración. Ni en cien bibliotecas enteras cabría todo lo que me has enseñado. Y lo has hecho de la forma más pura y sincera posible: a través del ejemplo. No quisiera extenderme demasiado, por lo que quiero acabar mis palabras recalcando que yo no sería hoy quien soy si no fuese por tu presencia en mi vida. Nuestros caminos profesionales se separan, en concreto el tuyo llega a destino, pero los personales irán en paralelo para siempre. Hasta siempre, Sr. Vázquez. Hasta pronto, Íñigo.
Se baja del atril, se dirige a las sillas donde se encuentra el resto de los compañeros y se da un largo abrazo con ÍÑIGO mientras el resto del público aplaude y jalea. Mientras tanto, JOAQUÍN sube al atril. Espera a que la muchedumbre cese en los aplausos para colocarse el micrófono y empezar a hablar.
JOAQUÍN. Gracias por los aplausos, no imaginaba que me tuvierais preparado semejante recibimiento. Seré breve y me limitaré a darte las gracias, Íñigo. Comparto todo lo que ha dicho Nuria, pero ya sabes cómo somos los hombres: esas cosas no nos las decimos nunca cuando estamos cara a cara. Es más, es verte aquí delante y el instinto me llama a ponerte verde. Pero luego, en el momento en el que dejemos de estar el uno frente al otro, negaré todo lo dicho anteriormente y me desharé en halagos hacia ti. Es curioso, pero así funcionamos en las amistades masculinas. Recuerdo una vez que nos estábamos yendo de una de nuestras noches de cervezas en el bar después del trabajo, y en tu despedida me gritaste un ¡Hasta luego, cabrón!, a lo que te respondí con un Descansa, gilipollas. Tras esto, dijiste en voz baja, sin intención de que yo te escuchase, un qué bien me cae este tío. No es mi propósito cambiar la dinámica de nuestra relación con este discurso. Dejémoslo como está, haciendo funcionar ese instinto de nuestro sexo de no decirnos lo que pensamos el uno del otro. Siempre hemos hecho que nuestro cariño se vea implícito en nuestros actos. Como aquel día que fui a ver a tu mujer al hospital cuando tú estabas de viaje en Tailandia cerrando aquella operación, y en cuanto volviste me regalaste una cuna para mi hijo que estaba en camino. ¡Construida por ti mismo! Creo que mi reacción fue decirte que tu regalo venía en el momento justo pues me hacía falta un cubo de basura nuevo, y que ya le compraría una cuna decente a mi hijo. Por supuesto, aunque lo sabes, en esa cuna duerme Manuel todas las noches y lo hará hasta que no necesite una. Por ello, no es necesario que me funda en halagos en este momento, porque lo que te pueda contar simplemente ya lo sabes sin yo decirte nada. Pero sí quiero desearte lo mejor en tu siguiente etapa, mucho más apetecible que estar catorce horas al día metido en tu oficina. Para eso ya nos quedamos los jóvenes desgraciados, a quienes nos queda más de un cuarto de siglo de cafés y ojeras. Tú te has ganado el derecho a hacer lo que te dé la gana y espero que lo disfrutes al máximo, aunque reconozco que se apodera de mí una envidia sana. Pero no soy yo, sino tú, quien se merece la recompensa de la libertad tras treinta años de trabajo bien hecho, por lo que solo me queda desearte lo mejor y decirte una cosa: ¡Descansa, gilipollas!
Todos ríen y aplauden. JOAQUÍN baja y abraza a ÍÑIGO. Sube JULIETA a hablar.
JULIETA. (Con la mirada baja.) Yo también seré breve, no porque tenga pocas cosas que decir, sino porque, como sabéis, me cuesta mucho hablar en público, así que haré lo que buenamente pueda. Como habéis podido comprobar cada uno de vosotros, no soy una persona que se caracterice por ser extrovertida. La primera impresión que la gente tiene de mí suele carecer de elementos destacables. Es muy callada. No sé cuántas veces habré oído esta frase. Claramente, esto es algo que no ayuda a la hora de hacer entrevistas, por eso nunca se me han dado bien. Pero cuando vine aquí, desde el primer momento me hiciste sentir como en casa. Nunca alguien me había entendido tan bien como tú. Te lo agradezco de corazón. No eres consciente de las dificultades por las que hubiese pasado en mi vida profesional si no hubiera tenido la suerte de tu aparición en mi vida. Íñigo, tu capacidad de adaptación es encomiable. Eres capaz de conectar profundamente conmigo, que soy la quintaesencia de la introversión, y a la vez tener una relación tan especial con Joaquín, que es todo lo contrario. Gracias por tu empatía, por ponerte siempre en el lugar del otro. Desde que te conozco, has dedicado gran parte de tu tiempo a asegurarte de que el resto estamos a gusto. Tu vida ha consistido en una constante entrega al prójimo, lo cual es profundamente admirable. Pero ahora es el momento de que dediques tu tiempo a ti mismo y a tu familia. Es hora de que te recompenses por todo el esfuerzo realizado. Te deseo lo mejor y espero de todo corazón que seas muy feliz.
Aplauso muy efusivo a JULIETA. Como NURIA y JOAQUÍN, al bajar a donde se sitúan sus compañeros en las butacas, se da un abrazo con ÍÑIGO, quien se muestra muy emocionado. Mientras tanto, sube FEDERICO al atril para dar su discurso. Espera a que dejen de aplaudir, da un trago a un vaso de agua y se aclara la voz.
FEDERICO. Buenas noches. Me siento afortunado de tener la oportunidad de participar en este evento. Sobre todo, porque estar aquí despidiéndote, Íñigo, habiendo superado los dos los sesenta años, quiere decir que nuestra aventura ha sido un éxito y los dos hemos aguantado hasta el final. Solo tú y yo sabemos por lo que hemos pasado, nadie más. Naturalmente, ninguno de los dos éramos conscientes de lo que iba a suponer montar nuestra propia firma. Pero cuando vi tu entusiasmo, cuando observé lo convencido que estabas de que había que dar el paso, no lo dudé ni un momento. ¡Cuánto esfuerzo! Pero por fin puedes ver el resultado de todo tu empeño, puedes recoger lo que has sembrado. Como han comentado los compañeros, has llegado al momento soñado: aquel caracterizado por poder hacer lo que te da la gana. Y en tu caso, con la sensación de estar disfrutando de una recompensa completamente merecida. Íñigo, podrás mirar atrás y sentirte orgulloso de todo lo que has conseguido. Has sido un hombre virtuoso, pues has sabido asumir los deberes de la vida en sociedad y me has enseñado que precisamente participar de esa generalidad que llamamos vida en sociedad es lo que nos convierte en ejemplares del género humano. Y no solo eso, sino que has tenido la inteligencia y la generosidad de no solo ser partícipe, sino crear algo que hace posible que otros lo sean. Y me convenciste para que te acompañase en esa aventura, para lo cual te estaré eternamente agradecido. Ahora te toca disfrutar de lo que has creado, desde la distancia y con la satisfacción de haber sido el fundador de algo importante. Ya has cumplido con tu deber en esta vida y ahora la vida te lo va a devolver con su bien más preciado: el tiempo libre. A mí aún me quedan unos pocos años para acceder al privilegio que tú hoy recibes. Por un lado, me da vértigo por la propia naturaleza del asunto: hacerse cada vez más viejo. Por otro lado, no puedo esperar a que ocurra, lo tomaré como un regalo. El regalo de la jubilación que nos da la vida, que en el fondo es el regalo del tiempo libre. Para terminar, voy a hacer caso a Nuria y voy a aprovechar para decirte algo antes de que sea demasiado tarde. Algo que llevo mucho tiempo guardándome para mis adentros. Me va a costar, pero allá va: tu lasaña no está nada mal.
Hay un aplauso general mientras FEDERICO baja con sus compañeros, donde se da un abrazo con ÍÑIGO. ÍÑIGO sube a donde se encuentra el atril, momento en el que los aplausos, vítores y gritos de todo tipo se intensifican. ÍÑIGO espera pacientemente a que terminen, mientras hace gestos cómplices pidiendo que paren.
ÍÑIGO. Estoy profundamente emocionado. Esta ceremonia y vuestras palabras son el verdadero regalo de mi etapa laboral. Me siento afortunado de haber estado rodeado de personas de vuestra talla, sois verdaderamente únicos. Personalmente, y sin querer contradecir vuestras palabras que destacan mi humildad, me identifico con los deportistas que se retiran cuando están en su mejor momento. Por un lado, es duro, pues siempre queda un pensamiento de que se podría haber agrandado el palmarés. Por otro lado, suele ser la mejor decisión. En este caso creo que lo es. Aunque me siento con energía para seguir trabajando unos años más, tengo la sensación de que apartarme de la vida laboral ahora es lo más sabio. Va a permanecer en nuestra memoria una imagen prácticamente inmejorable, tanto del uno del otro, como de lo conseguido entre todos. Infinitud de cosas podrían emborronar el recuerdo, por lo que es mejor, aunque duela, cortar cuando mejor estamos. Cualquier circunstancia que pudiese nublar el recuerdo que me voy a llevar conmigo a mi vejez, me abocaría a una jubilación amarga. Por suerte, esto no es así. Y es gracias a vosotros, querida familia. Y es que ciertamente lo más valioso que me va a quedar de aquí en adelante es el recuerdo. Y el recuerdo tiene que ser puro, inmaculado. Es decir, como está en este momento.
Ahora afronto un problema, pues tengo muchas cosas que deciros, pero una capacidad indudablemente limitada para encontrar las palabras adecuadas. Pero, aunque Dios no me ha dado el don de la retórica, haré todo lo posible para que lo que os diga refleje, aunque sea parcialmente, mi admiración por cada uno de vosotros. Seré breve desde este atril, y me explayaré después en el cóctel, pues no es mi intención tener secuestrados a los empleados de esta compañía para escucharme decir ñoñerías. Pero sí me gustaría mencionar fugazmente, por decoro, a los que me habéis dedicado unas palabras.
A Nuria, mi compañera de batalla, mi escudera, quien me hizo acostumbrarme a no tener nunca la razón. Contigo al lado, yo parecía el becario de la oficina. Mi complejo era tal que tuve que encargar tarjetas donde pusiese mi nombre y “socio director” al lado para recordarme que ese era mi cargo. Nuria, no hace falta que te diga nada aquí porque sabes que mis éxitos son los tuyos y que ya formas parte de mi familia.
A Joaquín, gracias a quien he desarrollado mi aspecto social, y de quien he aprendido a quitarle importancia a las cosas que no la tienen. En un sector tan formal como en el que trabajamos, alguien como tú, que haga la vida más liviana a los demás, es oro. Tú no lo sabías, pero cuando fuiste a ver a Isa al hospital, había sido sometida a una operación de vida o muerte. Fue una operación de urgencia, completamente imprevista, con la mala suerte de que yo me encontraba en la otra punta del mundo. Estaba muy grave y tú estuviste a su lado. Mi casa es la tuya, y estoy seguro de que nos seguiremos viendo con mucha frecuencia, así que hasta pronto, cabrón.
A Julieta, la mujer que me ha mostrado el lado dulce de la vida. Efectivamente, como tú has dicho, eres lo contrario de Federico. Es como comparar el sonido de una motosierra con el de una sinfonía de Beethoven. He conocido a muchas buenas personas en mi vida, pero tú no eres eso. Tú eres la ausencia del mal. Eres buena persona el 100% del tiempo, haces el bien por castigo. Jamás he conocido a alguien con tu bondad, y gracias a ti me creé, para uso personal, el Julietómetro, que consiste en preguntarme: ¿qué haría Julieta? cada vez que tengo que tomar una decisión en la cual corro el riesgo de hacer el mal.
Y, finalmente, a Federico, el kamikaze con el que emprendí esta locura. No sé aún si puedo tener la satisfacción de haber empleado bien mi tiempo, como dices, pero desde luego sé que lo he pasado con la mejor compañía posible. Y, por cierto, gracias por tu comentario sobre la lasaña, es una inyección de autoestima cuando proviene de un paladar refinado como el tuyo, y no del paladar rústico, burdo, basto, vulgar de Joaquín.
También, por supuesto, quiero mencionar a Luisa, Miguel, Francisco, Tirso… Todos los que me habéis acompañado en este viaje sois una parte fundamental de mi vida. Ahora tendré la oportunidad de charlar con vosotros en el cóctel.
Nada más, simplemente gracias y hasta pronto.
(Hay un largo aplauso y una cerrada ovación a ÍÑIGO, quien baja las escaleras. Se levanta todo el auditorio y se reúnen en un corro en un costado, mientras ÍÑIGO se abraza uno por uno con la gente del público. Salen camareros con bandejas repletas de vasos de cóctel mientras ÍÑIGO conversa con sus compañeros de trabajo.)
ACTO II
ESCENA I
ÍÑIGO. (Dirigiéndose al público.) Qué bonita ceremonia. Me cuesta mucho expresar de forma explícita los sentimientos que tengo hacia los demás, pero he hecho lo que he podido, pues ellos a mí me han sorprendido con una mayor dosis de sentimentalismo de la que yo esperaba. En cualquier caso, tampoco estaba del todo de acuerdo con algunas cosas que se han dicho. El tiempo libre, por ejemplo. Qué concepto más estúpido, ¿verdad? No lo he querido mencionar antes, no era el momento, pero no me termina de convencer. La expresión “tiempo libre”, como si el tiempo tuviese una agenda para cada uno de nosotros, y tuviésemos que reservar cuando queramos ocuparlo con alguna actividad. Como si hubiese un tiempo libre y un tiempo ocupado. No, no me convence. El tiempo es todo. Todo el tiempo es libre, cosa diferente es con qué decides llenar ese tiempo. De hecho, no solo es libre, sino que es de nuestra propiedad. Todas las cosas nos son ajenas, sólo el tiempo es nuestro; la naturaleza nos concedió la posesión de este único bien, fugaz y escurridizo, del cual quien quiere coge una parte. Aunque, ciertamente, habría que matizarlo un poco. Todo tiempo es libre en la medida en que podemos disponer de él. Naturalmente, si uno duerme porque su cuerpo lo necesita para seguir funcionando, ese tiempo no es libre. Estás condicionado por tus necesidades fisiológicas. Pero yo, con la jubilación, ¿acaso he ganado tiempo libre? ¿Estaba realmente encadenado a mi trabajo, o simplemente decido dedicar a otros asuntos el mismo tiempo libre del que disponía antes? Llevo muchos años con el dinero suficiente como para poder dejar el trabajo y haber dedicado mi tiempo, que insisto, siempre es libre, a otros quehaceres. Pero, en fin, qué más da. Para qué vamos a perder el tiempo, si me permitís la expresión, en discusiones conceptuales. Pero lo que sí está claro es que el tiempo, o mejor dicho, nuestro tiempo como ser humano único e irrepetible, se acaba. Tiene un principio, el día en el que eres concebido, y un final, el día de tu muerte. Ni más ni menos. Y es importante elegir bien con quién decides pasarlo. A los del trabajo ya los conocéis, son casi de la familia. Pero tengo ganas de que conozcáis a Isabel. Llevamos treinta y tres años casados. Ella es todo lo que yo admiro y necesito: es guapa, graciosa, lista, culta, refinada. Tanto es así, que cuando me preguntan con perplejidad cómo me ha elegido a mí de entre todos los hombres dispuestos a darle su exclusividad, y creedme, lo hacen constantemente, sigo sin poder explicarlo. Pero el amor, afortunadamente, siempre será un enigma. Y yo me aferro a ese elemento enigmático y nada matemático del amor, donde no todo se resuelve despejando una ecuación, para estar con una persona que se encuentra claramente por encima de mis posibilidades. Isabel es dramaturga, curiosa profesión. Siempre he pensado que es muy arriesgada. En mi caso, es difícil que a un abogado le falte trabajo. Un profesional del Derecho es prácticamente igual de necesario que un médico, pues llegado el momento no te puedes escapar de la necesidad de sus servicios. Y el Derecho, como la Medicina, es lo suficientemente técnico y lioso como para que no puedas defenderte tú mismo en los juzgados. Pero un dramaturgo… La incertidumbre es ley de vida si te ganas la vida con el teatro. Pero ella nunca lo ha dudado, siempre ha tenido claro a qué dedicar su tiempo. Y eso lo admiro enormemente… En fin, os dejo, que estoy llegando a casa. Ahora sabréis por qué digo todo esto sobre ella. Adiós.
ESCENA II
Un salón espectacular, con un mobiliario moderno y muy vistoso. En él, hay un comedor con una mesa preparada con cuidado. La comida está en la mesa en unos recipientes, y junto a ella hay unas velas que generan un ambiente acogedor. Los platos se encuentran perfectamente distribuidos, listos para ser testigos de una cena especial de pareja. En escena, se encuentra ISABEL: una mujer muy guapa con un vestido que es reflejo de su buen gusto. Está sujetando un teléfono con el hombro y la oreja mientras limpia la habitación y ordena los muebles.
ISABEL. Hoy es su último día. Sí, hoy se despide de sus compañeros de trabajo. Le va a doler, está claro. Ha pasado muchas horas con ellos. El trabajo para Íñigo era algo más que ir a una oficina y cumplir con una jornada. Él siempre ha sido muy ambicioso. Montó su propia firma con el propósito de ser el mejor, y no hay más que verlo, lo ha conseguido. Es un triunfador, y no hay quien no lo reconozca ya. Todos le admiran. Por eso hoy tendrá los sentimientos a flor de piel. Pero bueno, de poco se puede quejar, a partir de ahora todos sus días serán domingo (Se ríe. Coge una botella de vino y la descorcha. Llaman a la puerta y se dirige a abrirla.) Te dejo, que ya ha llegado.
ISABEL. ¡Íñigo! ¡Bienvenido a casa!
(Se abrazan y se besan.)
ÍÑIGO. ¡Al fin! Qué ganas tenía de volver. Qué día más largo, parecía que no iba a terminar nunca. No me gusta nada ser el centro de atención, supone una presión y una exigencia de ser constantemente amable que me agota. (Observa la mesa.) Pero, ¿a qué huele? Qué maravilla, ¿qué has preparado? De verdad, no te merezco.
ISABEL. No digas tonterías. Ha sido tu último día en el trabajo y qué menos que tener una cena un poco especial.
ÍÑIGO. Gracias, millones de gracias. No creo ser merecedor de tanto. Primero en el trabajo, ahora aquí… Estoy emocionado.
ISABEL. Quiero que me lo cuentes con pelos y señales, llevo todo el día expectante. Vamos, siéntate. Cenemos antes de que se enfríe. (ÍÑIGO se sienta mientras ISABEL se acerca a un tocadiscos y hace sonar un disco de Jazz, que se reproducirá durante toda la velada).
ÍÑIGO. (Destapa los recipientes.) ¡Qué pinta tiene todo! Existen pocas cosas que produzcan un placer comparable al de llegar a casa cansado y disfrutar de una buena cena.
ISABEL. Estoy de acuerdo, comer en general me parece un regalo de la vida.
ÍÑIGO. Así es, pero hay cierta diferencia entre la comida cuando actúa como recompensa y la comida únicamente como medio de subsistencia.
ISABEL. A ver, cuéntamela, ¡has vuelto intenso del trabajo!
ÍÑIGO. Te cuento: la primera, aunque recompensa, también es medio de subsistencia, claro está. Pero trae consigo el privilegio de que aquello que necesitas para vivir es también fuente de un placer inigualable. Es difícil ver la vida con pesimismo cuando los placeres más intensos son los que se derivan de actividades que el ser humano tiene que llevar a cabo para su propia supervivencia: comer, dormir, y, bueno, el lujo de encontrar placer también en la propia reproducción de la especie (Se ríe.).
ISABEL. Pues sí, la comida es un elemento central en el ser humano, incluso a veces se plantea incluso como el elemento clave para calificar un lugar. El otro día, tuve una conversación un tanto surrealista con mi peluquero. Le preguntaba por sus planes para este verano. Me contó que iba a pasar dos semanas en Italia visitando Florencia y Venecia. Yo, como sabes, pasé un año de mi etapa universitaria en Italia y el país me produjo un enamoramiento que aún perdura. Cada edificio es una obra de arte, es como acudir a un museo al aire libre. Pues bien, cuando le traté de explicar lo embelesada que me dejó la majestuosidad del país, su respuesta fue: “Sí, se come muy bien”.
ÍÑIGO. Y no mentía... Fíjate que me ocurrió algo similar cuando le pregunté a Jorge, mi amigo del colegio, qué le había parecido nuestra boda. No le impresionó la iglesia, ni nuestros atuendos hechos a medida, ni la finca de revista, ni la música en directo, nada de eso. Las palabras que me dedicó para verdaderamente transmitir que la boda había sido todo un éxito fueron: “La comida estaba buenísima”.
ISABEL. No hace falta que lo jure, le estuve observando y yo creo que estuvo ayunando la semana previa a la boda. Dejaba los platos que no hacía falta lavarlos después.
ÍÑIGO. (Riéndose.) Sí, es un personaje curioso Jorge. Conoce todos los trucos para ahorrar. Acumula puntos de fidelidad en las gasolineras, analiza todas las ofertas de los supermercados y su nevera está repleta de productos de marca blanca porque, según él, no se nota nada la diferencia. Y no te lo pierdas, cuando tiene la oportunidad de ir a un buffet libre, se pasa los días previos comiendo como un pajarito, para luego llenar el tanque para varios días. Él lo llama picardía, yo lo llamo ser un rata (se ríe.) En fin, ¿has hablado hoy con Albita?
ISABEL. Sí, me ha llamado por teléfono esta tarde. Está eufórica por su graduación que, como sabes, es a finales de este año. Pero ya ha empezado con sus ideas disparatadas. Esta vez ha tenido la desfachatez de decirme que quiere tomarse un año sabático cuando acabe la universidad.
ÍÑIGO. ¡Demonios!
ISABEL. Bueno, ella no lo ha llamado así. Ha dicho que quería dedicarlo a leer, reflexionar y encontrarse a sí misma. Un eufemismo de “año sabático”, evidentemente. ¿Cómo que encontrarse a sí misma? ¿Acaso se ha perdido? ¿Llamo a la policía?
ÍÑIGO. No seas dura con ella, Isa. Sabes que no está del todo contenta con la licenciatura que ha estudiado y no me extrañaría que necesitase un año para aclararse las ideas.
ISABEL. Ella vive en su mundo interior, un mundo potencial donde todo es posible. Sigue teniendo esa mentalidad juvenil. Lo que necesita ahora es trabajar, enfrentarse a la negatividad de la vida. No puede vivir con esa ingenuidad.
ÍÑIGO. Es joven aún y es una niña muy inteligente. No me parece nada descabellado siempre y cuando sea un año verdaderamente provechoso y no se dedique a hacer el vago, claro. No me gustaría que fuese una decisión planteada únicamente para posponer sus obligaciones laborales. Pero yo ya soy un jubileta, si quiere estar un año de transición, quizás sea una oportunidad para mí para pasar más tiempo con ella. Ya sabes cuál era mi opinión de que estudiase un año entero en otro país.
ISABEL. Sí, conozco tus manías…
ÍÑIGO. Manía ninguna. Es una opinión perfectamente razonable.
ISABEL. No empieces…
ÍÑIGO. No soy partidario de que mis hijos estudien en el extranjero, así es. Los hijos en la adolescencia y en la juventud están en pleno proceso de formación. ¿Por qué iba a cederle la educación de mi hijo a un extraño? Es una barbaridad, de ninguna manera. Cedí ante tus presiones para que estudiase un año en Estados Unidos y allí está. Pero bueno, estando ya en la Universidad me preocupa menos. Creo que Alba ya tiene la capacidad de discernir el bien del mal, tiene una ética bien interiorizada.
ISABEL. Vale, puede que tengas razón, pero también es importante que conozca gente distinta, otras culturas, que aprenda otros idiomas…
ÍÑIGO. Que conozca otras culturas, por supuesto, pero cuando ya tenga clara cuál es la buena.
ISABEL. Bueno, qué más da, si ahora la vas a tener todo el día metida en casa: no hay manera de que se ponga a trabajar.
ÍÑIGO. Ya veremos. En cualquier caso, tampoco hace falta que tenga prisa, la mayor parte de su vida se la va a pasar trabajando.
ISABEL. Sí, ¡y todo para pagarte a ti la pensión!
ÍÑIGO. (Riéndose.) Es verdad, no había caído en la cuenta. A partir de este instante, soy el mantenido de esta casa. Soy la sanguijuela que chupa de vuestra sangre. Está todo mal hecho, ¿no? Yo, que sigo en plena forma, me tengo que jubilar casi por obligación. Y nuestra hija, que apenas sabe nada de la vida, tiene que empezar a trabajar. Igual lo que habría que hacer es alargar el periodo de educación y retrasar la edad de jubilación.
ISABEL. No lo veo.
ÍÑIGO. ¿Y por qué no?
ISABEL. Tú te ves con fuerzas para seguir trabajando, pero la mayoría de gente no llega a tu edad con esa energía. Objetivamente es una edad en la que uno empieza a ser viejo.
ÍÑIGO. ¿Es eso algo objetivo? ¿La vejez se define con un umbral numérico donde, al cruzarlo, uno se convierte en viejo?
ISABEL. ¿Cómo definirías tú la vejez entonces?
ÍÑIGO. Buena pregunta, no lo tengo claro. La vejez es una etapa de la vida, ¿no?
ISABEL. Así es.
ÍÑIGO. De la vida… Y de lo que no es vida, ¿verdad? Las cosas también envejecen.
ISABEL. En efecto.
ÍÑIGO. ¡Ajá! ¡Eres consciente de ello!
ISABEL. Claro… ¿Por qué lo dices?
ÍÑIGO. Por el coche que tienes aparcado en el garaje, y que no hay manera de que te deshagas de él con la pantomima del “valor sentimental”. Treinta años funcionando y ocupando espacio, oye. Se agarra a la vida como un koala a su eucalipto.
ISABEL. (Ignorando por completo el comentario de ÍÑIGO.) Mi Opel Corsa, qué joya. Tú lo has dicho: sigue funcionando. Y no solo eso, los recuerdos que me trae ese coche… Ay, es de las cosas más valiosas que poseo. Lo impactante es que no te genere ningún apego el coche en el que te iba a recoger cuando aún éramos novios…
ÍÑIGO. Sí, sí, claro que me lo genera. Pero choca con la incomodidad que me produce verlo ahí, viejo, polvoriento, ocupando un valioso espacio.
ISABEL. ¡Pero si funciona! Por eso, que sea viejo no quiere decir que sea un estorbo.
ÍÑIGO. Sí, esto sí que lo veo indudablemente como una manía mía: soy adicto a tirar cosas.
ISABEL. Tanto es así que empiezo a pensar que, cuando estés cercano a la muerte, la enfrentarás casi con regocijo, simplemente por esa obsesión tuya por tirar lo obsoleto. Cuando te encuentres a ti mismo anticuado, desfasado, arcaico, no descarto que llegues a disfrutar de tu propia muerte pensando que estás liberando espacio para otra persona.
ÍÑIGO. (Riéndose.) No lo creo, no lo creo. Amo demasiado la vida como para verle algo positivo a la muerte. Pero desde luego es algo que no tardaré en plantearme, pues ahora soy viejo y la muerte es la típica preocupación que le asalta a alguien que se encuentra en esta etapa de la vida.
ISABEL. No eres un viejo, Íñigo, solamente te has jubilado.
ÍÑIGO. ¿No es la jubilación el título oficial de la vejez?
ISABEL. ¡Claro que no! Y si lo fueras, si lo fuéramos, ¿qué problema le ves a ser viejo?
ÍÑIGO. Varios. Para empezar, el que comentaba antes: la cercanía de la muerte.
ISABEL. La cercanía de la muerte… No lo veo como un problema exclusivo de la vejez. Cualquier persona está expuesta a la muerte, en cualquier momento y en cualquier circunstancia. Los jóvenes están igual de expuestos a la muerte que un viejo. Incluso un no nacido, tú y yo lo sabemos bien… ¿Quién puede ser tan tonto, por muy joven que sea, de tener por seguro que el día de mañana seguirá vivo? El futuro es incierto, el mundo está lleno de incertidumbre. Y digo más, el viejo debe temer menos a la muerte que el joven. Porque el primero ya ha vivido mucho tiempo, ha podido aportar a la historia del universo una vida virtuosa y ejemplar, mientras que en el segundo todo es incertidumbre y angustia por obtener, antes de que la muerte le aceche, aquello que el viejo ya ha logrado.
ÍÑIGO. Siempre consigues persuadirme… Qué lista eres, amor mío.
ISABEL. Solo me queda convencerte de que mi coche está viejo, sí, pero sigue siendo útil, sigue funcionando. Y eso, unido a los recuerdos que me trae, lo convierte en una de las cosas más valiosas que tengo.
ÍÑIGO. Dices que tu “cochecito” es viejo y útil, por lo que ser viejo no te convierte en un inútil. Eso me alivia. Estaba amargado pensando que existe una correlación entre ser viejo y ser un inútil, pero el ejemplo de tu Opel Corsa puede que sea suficiente para hacerme ver que no tiene por qué ser así. Me agarraré a eso.
ISABEL. ¿Lo dices por ti? Pues claro que no, si lo que hace que una persona sea joven fuese su utilidad, yo llevaría siendo vieja desde que nací.
ÍÑIGO. Pero qué tonterías dices.
ISABEL. Hombre, ¿qué utilidad proporciona una obra de teatro?
ÍÑIGO. Hmm… Entretenimiento, por ejemplo.
ISABEL. Sí, sí, entretenimiento. Pero resulta más fácil ver la utilidad, o la productividad, si así lo quieres llamar, de tu trabajo que del mío. Solucionas problemas a la gente, les arreglas la vida en muchos casos. En mi caso… A veces me digo a mí misma de forma un poco pretenciosa que mis obras solucionan problemas del alma. Pero eso nunca lo sabré, siempre será una incógnita para mí si lo que estoy haciendo tiene realmente sentido.
ÍÑIGO. Pues claro que lo tiene, Isa. ¿Cómo no lo va a tener? En cualquier caso, puede que no sea la utilidad lo que marque la vejez, pero siento como que la jubilación sí que me está advirtiendo de que soy un viejo. Como si me entregasen un diploma que pusiese: enhorabuena, Íñigo, eres un vejestorio. Con la firma del rey certificando mi deterioro.
ISABEL. Ay, hijo mío, hazme caso a mí que, aunque puede que no sea muy útil, me dedico a esto: estás dramatizando.
ÍÑIGO. Oh, muy bueno, chiste interno de tu gremio, imagino. Aunque puede que tengas razón. Pero bueno, qué más da, ¿verdad? Bebamos vino, que, a diferencia de mí, es siempre útil, sirve para el consuelo y el desconsuelo, para la salud y la enfermedad, y no se jubila nunca, al contrario, ¡mejora con la edad! ¡Gracias por esta cena, amor mío! (Se levanta, coge de la mano de ISABEL y bailan. De pronto, ÍÑIGO comienza a marearse hasta caer desplomado sobre el suelo.)
ISABEL. (Muy nerviosa, mientras ayuda a ÍÑIGO a incorporarse.) ¡Íñigo!
ÍÑIGO. (Medio moribundo.) No te preocupes, me ha ocurrido lo mismo esta misma mañana.
ISABEL. (Mucho más nerviosa.) ¿Qué te ha ocurrido esta mañana? ¿Que no me preocupe? ¡Y no me has dicho nada! ¡Vamos al hospital ahora mismo!
ÍÑIGO. (Aún moribundo.) Isa, qué suerte tienes. Tú nunca te vas a jubilar.
ISABEL. ¿Pero se puede saber qué dices?
ÍÑIGO. Estás siempre dramatizando. (Se ríe, recuperando la consciencia.)
ISABEL. ¡Serás idiota! ¡Te acabas de desmayar en mis narices!
ÍÑIGO. (Levantándose.) Ya estoy recuperado.
ISABEL. ¡Vamos al hospital!
ÍÑIGO. ¡Que no! No quiero pasar mis primeros momentos como jubilado en el hospital. Me niego a mandar esa señal al universo. Mañana vamos si quieres, hoy no. Aunque me temo que ahora que soy un pobre anciano debo ponerme la ruta al hospital en favoritos en el navegador.
ISABEL. Creo que estás confundiendo otra vez jubilación con vejez, Iñiguito.
ÍÑIGO. ¿Iñiguito? ¿Te estás burlando de mí?
ISABEL. Claro que no, tú siempre serás mi Iñiguito.
ÍÑIGO. ¿Aun siendo un viejo decrépito? Suena un poco sarcástico utilizar el diminutivo mientras te diriges a un fósil como yo.
ISABEL. ¡Ay!
ÍÑIGO. Es broma, es broma. (Ya plenamente incorporado.) Ahora en serio, no te preocupes, son mareos por la confluencia de emociones. No es nada. Esta cena solo puede acabar de una manera y es tú y yo bailando nuestra canción. (Sube el volumen de la canción de Jazz que está sonando en el tocadiscos.)
ISABEL. Aún no me has contado nada de tu día…
ÍÑIGO. Ni tú del tuyo. Mientras bailamos, mientras bailamos…
(Bailan en el centro del salón mientras suena la canción. Conversan mientras danzan de forma suave, con una sonrisa y mirándose a la cara. Los protagonistas viven un momento de felicidad mientras baja el telón.)
ACTO III
ESCENA I
Una habitación lujosa, pero desordenada. Un anciano se despierta en una cama matrimonial y toquetea a su lado como si estuviera buscando algo. Tras darse cuenta de que no hay nada en el otro costado de la cama, se sienta en el borde con la mirada perdida. Tras un rato con la vista puesta en la pared, el anciano coge una libreta de la mesita de noche, la abre y lee unos párrafos escritos en ella. Después, deja el cuaderno en el mismo lugar en el que se encontraba y coge un libro. Lo hojea, le da un beso, lo coloca al lado de la libreta, y se pone de pie. Pasea por la habitación toqueteando artilugios. Se coloca frente a unos diplomas colgados en la pared. Después, se posiciona pensativo frente a una imagen de una mujer y la acaricia. Finalmente, se planta ante un espejo y, tras unos segundos enfrentándose a su propio reflejo, pierde el equilibrio y cae desplomado contra el suelo. Se queda unos instantes en la superficie hasta que trata de levantarse. Cuando, renqueante, lo consigue, se cambia de ropa y sale de la habitación a gran velocidad. Mientras todo esto ocurre, se escucha de fondo una canción de Jazz, primero, y después las siguientes palabras que el anciano había escrito la noche anterior en la libreta que leía al principio de la escena:
Hola, Isa.
Ya ha pasado un año desde que te moriste, y sigo abrazando al aire cada mañana al despertarme porque aún no me creo que hayas dejado este mundo. Leo tus obras a diario, y, al hacerlo, siento como si estuvieses hablando conmigo. Antes me avergonzaba, hasta llegar al llanto en ocasiones, cuando caía en la cuenta de que estoy convirtiendo en persona un trozo de papel, pero ya he aprendido que no hay nada de lo que sonrojarse, porque lo siento de verdad, tengo la certeza de que estoy teniendo una conversación contigo cuando te leo. Una parte de las lágrimas me las provoca el contraste. Hoy hago cinco años de jubilado, y noto que yo, que sigo aquí escribiendo esto, estoy más muerto que tú. Tuviste la generosidad, la capacidad y la inteligencia de elegir una profesión en la cual has dejado por escrito tu talento, y puede ser compartido con el mundo por los siglos de los siglos. De esa forma, aunque tú ya no estés aquí, tu alma perdura. Has escrito cosas maravillosas, y hoy las leo y están, estás, más viva que nunca.
Por mi parte, aquí sigo, estorbando. La jubilación fue un punto de inflexión en mi vida, tú lo sabes bien. Realmente, una jubilación sólo afecta a la vida laboral de una persona, que sigue siendo el mismo individuo que el día antes de jubilarse. La gente dice que “el ser humano tiene fecha de caducidad” cuando se refiere a la muerte, pero creo que la fecha de caducidad sería más bien el día de la jubilación, que es el momento que me ha dejado inútil y podrido, pero aún con la apariencia de que sigo siendo el mismo que antes. Solo soy un anciano sin ideas condenado a hablar de sus logros pasados. Reflexionando sobre esto, he recordado una conversación que tuvimos el día que me jubilaba sobre lo útil y lo inútil, nunca se me olvidará. La apunté en este cuaderno esa misma noche. Fue a raíz de tu Opel Corsa, si no recuerdo mal, coche de treinta y cinco años que sigo cuidando como la reliquia que es. Bromeábamos sobre él, y tú me decías que era viejo, pero seguía funcionando. Llegamos a la conclusión de que la vejez no tiene que ver con la utilidad. Y es verdad, porque yo soy viejo e inútil, pero no soy inútil por viejo, y porque tú, incluso muerta, sigues siendo valiosa. Ese mismo día también me dijiste que, por mi obsesión por tirar lo obsoleto, quizás recibiría la muerte con regocijo cuando me sintiese lo suficientemente estropeado. Yo, con ciertas dudas, te dije que no. Ahora que mi deterioro es imparable, te lo puedo afirmar con certeza: no me quiero ir de aquí.
Antes te confesaba que, cuando leo tus obras, tengo la sensación de hablar contigo. La razón de esto es porque, y te lo digo ya: lo he notado. Cuando describes a un personaje como “torpe, desordenado, feo y de gran barriga” sé que lo construiste a mi imagen y semejanza. Ahora entiendo por qué en ocasiones te quedabas mirándome por las mañanas. Para mí era una inyección de autoestima, pensando que era una contemplación fruto de un entusiasmo interno por el hombre con el que compartes vida. Pero no, era un análisis exhaustivo para luego acabar convirtiéndome en el personaje deforme, feo o inadaptado en alguna de tus obras. Pero me reconforta que las descripciones de esos personajes suelen acabar con “pero es buena persona, un marido estupendo y un padre extraordinario”. Eso es lo que he sido yo: un buen profesional y una persona entregada a mi familia. Recuerdo una descripción que hacía de su novia un amigo de la universidad: eres del montón, pero del montón bueno. Bendita descripción, que en mi caso se ha convertido en realidad. El paso del tiempo no perdona: cuando muera, no seré recordado, habré sido del montón, pero del montón bueno. Y quizás eso sea suficiente para mí, no es necesario más. Fundador de un despacho de abogados y socio, junto a ti, de la empresa más importante de nuestras vidas: Albita. No es poca cosa.
Ahora, tu ejemplo es de lo más valioso que me queda. Tanto es así, que llevo un tiempo tomando apuntes sobre una novela que tengo en mente y hoy, por fin, un año después de tu muerte, me decido a escribirla. Probablemente el resultado final sea, y cito las palabras que me dirigió Joaquín el otro día, una porquería que no sirva ni para limpiarse el culo, pero lo voy a intentar. Trata sobre un peluquero que se enamora de una clienta, te la iré leyendo capítulo a capítulo.
Preparándola, he sentido que el amor es algo muy difícil de conceptualizar, no puede ser encerrado en un concepto. El amor no tiene límites, no parece real, y por ello solo encaja en la ficción, donde no existen los límites.
Esto se ha demostrado en nuestro caso, en nuestro amor, donde no han existido límites. La muerte era el más obvio, y lo hemos burlado.
Te quiere siempre,
Íñigo, miembro honorífico del montón bueno.
TELÓN
Javier Gomá
