Un tratado de las pasiones para una época delirante. El cine de Cassavetes en dos de sus películas

Mujer con expresión de alegría levantando los brazos en celebración, con globos en el fondo.

Fotograma de la actriz Gena Rowlands en A Woman Under the Influence

I

A Woman Under the Influence

The idea in A Woman Under the Influence was a concept of how much you have to pay for love.

John Cassavetes (1929-1989) es considerado el padre del cine independiente estadounidense, famoso por un estilo en que la temporalidad cinematográfica no la pautan las secuencias ni los cortes, sino la temporalidad de las emociones. Subvencionaba sus películas con su trabajo como actor de televisión y de cine, algunas de gran éxito taquillero como The Dirty Dozen (1967) y otras de mucho impacto como Rosemary's Baby (1968). Al trabajar fuera del sistema de estudios —la gran excepción es su película Gloria (1980), producida y distribuida por Columbia Pictures— Cassavetes pudo emplear una metodología que a menudo implicaba largas tomas, diálogos improvisados y un foco intenso en el ruido que rodea a la palabra hablada —el balbuceo, el murmullo, el grito, la risa, el llanto— y la gestualidad, la mímica y el movimiento frenético que no se traduce en acto, en acción, en trama.

Este método lo desarrolló junto a actores que pertenecían a su círculo cercano (como Gena Rowlands, su esposa, Peter Falk y Ben Gazzara). Su objetivo era capturar el nervio de la vida cotidiana, el pathos desnudo de una época. Las dos películas en las que centro este ensayo son un claro ejemplo de ello.

Cassavetes desarma la expectativa que sus propias obras generan desde su primer plano. En A Woman Under the Influence (1974) pensamos que vamos a asistir a una historia sobre la destrucción de una pareja por la violencia y el alcoholismo y terminamos presenciando un canto sincopado sobre el amor. En Faces (1968) creemos que se nos contará un relato sobre la falsedad de una clase social, su incapacidad de comunicarse, sus actitudes mecánicas y estereotipadas, y terminamos enfrentados a un film sobre cómo atravesar un sentimiento, cómo deslizarnos a través de él para llegar a su otra esquina, a su otro costado. Una cierra con una escena de amor cotidiano; la otra, con una escena de indiferencia cotidiana. Lo cotidiano parece siempre imponerse.

Sus películas no nos cuentan la historia de los flujos esquizos desbordando o deshaciendo el drama familiar, como proponía aquel libro convertido en un clásico de la rebeldía sesentayochista, El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari. La pregunta que se hace Cassavetes es más atrevida: cómo lograr que el día a día se codee y sobreviva a todo tipo de excesos, que la familia cobije al delirio. Esta pregunta resulta esencial en una película cuyo tema es la convivencia, lo que significa estar juntos. Estar pegados como esos dos dedos que nadie puede separar, como señala Gena Rowlands —que interpreta a Mabel, la esposa de Nick y el centro emocional desbordado de toda la película— a Peter Falk —Nick— mientras él no para de decir: “Don’t do that”, deja de delirar.

A Woman Under the Influence es una película sobre el amor. Pero ¿qué amor? No es el amor uranio (el amor ideal), ni el amor pandemos (el amor que funde a los cuerpos en la lujuria), ni una mezcla de ambos. Tampoco es el amor ético según lo describe Javier Gomá, siguiendo a Søren Kierkegaard: ese amor que alcanza una pareja que dura y es capaz de una alegría serena incluso después de que el arrebato de Eros se ha apagado.

El amor de esta historia siempre habla a destiempo. Cuando Mabel le declara a Nick el carácter indestructible de su relación, él solo escucha el desvarío que escupe su boca. Cuando Nick trata de curar el delirio de su esposa con su amor —y el doctor con calmantes—, ella no puede abandonar ese estado. En otra escena los separa una larga mesa, y los gestos, el balbuceo y la mímica dicen más que el propio lenguaje. Este amor puede musitarse, puede expresar con gestos atolondrados, pero nunca puede declararse; o al menos nunca puede ser escuchado por quien lo recibe.

Sin embargo, el amor sí encuentra dos momentos para manifestarse a través del lenguaje. Después de una cena seguida de una pelea violenta, ella le dice: “I can be whatever you want me to be”. Y él, más tarde, en la reunión familiar tras la vuelta de Mabel del hospital, cuando descubre cómo ella se ahoga en las fórmulas vacías de cortesía, la aparta de todos y le pide: “Be yourself”. Y ella vuelve a desvariar.

Lo paradójico es que ambos ofrecimientos son imposibles. Ella no puede ser exactamente lo que él desea, y él no podrá tolerar siempre su delirio. Además, las dos frases se anulan entre sí. Pero en ese ofrecimiento, en la intención, en la potencia que contiene, se dice todo el amor en esta película.

Hay dos fuerzas que se mueven en A Woman Under the Influence. La de Mabel: una fuerza incontrolable pero acogedora, que no respeta fronteras ni convenciones, que exige y da cariño sin distinguir entre el espacio propio y el ajeno. Y la de Nick, dividido entre mantener un sentido de normalidad —la familia, la casa, el trabajo— y aceptar el caos y la tormenta que vive en su mujer.

Ese vaivén queda clarísimo en dos momentos consecutivos de la primera mitad del film. Primero, cuando él le pide que sea ella misma, que mande a todos al carajo, que recupere su lenguaje propio durante la larga comida con los compañeros de trabajo, una escena que se convierte en un pequeño aquelarre festivo. Y pocos minutos después, cuando el flujo se ha desatado y Mabel vuelve a desbarrar inspirada por el chachareo alegre que la rodea, él le exige una conversación normal “sobre el estado del tiempo”, donde la gente se limite a saludarse y a las fórmulas de cortesía al uso. La oscilación entre esos dos polos define esta obra.

La película tiene también una vocación de comunión. Se ve primero en esa comida, en la fiesta improvisada donde el parloteo disparatado, el canto, la euforia colectiva y las señas de complicidad crean una comunidad tan frágil como luminosa. Y aparece más adelante en la escena del recibimiento de Melba, amiga/vecina que participa en el intento de reintegrar a Mabel en la vida familiar tras su salida del hospital, un gesto donde la cortesía sustituye fatalmente al afecto.

Pero esa vocación de comunión siempre se quiebra, siempre resulta interrumpida. Y esa interrupción no es solo interna al gesto afectivo: forma parte de la temporalidad que atraviesa toda la película, esa duración excesiva que nos fuerza a cruzar al otro lado del acontecimiento, al reverso del sentimiento que presenciamos. Cassavetes filma hasta que el afecto se rompe, hasta que aparece su contrario.

Por eso A Woman Under the Influence trata también sobre las otras temporalidades que invaden la intimidad de esta familia: el trabajo que no cesa, que exige día y noche —Nick llega a pedirle a Mabel que le grite: “I am not Superman”—; la madre que llama con sus reclamos; las exigencias del afuera que nunca se detienen.

Es muy sintomático que la última escena termine con el teléfono que suena sin cesar: otra temporalidad que quiere interrumpir el simple ritual de una pareja de acostarse juntos después de haber sobrevivido una noche muy dura.


II

Faces

Nobody has the time to be vulnerable to each other.

En una época en la que nadie se toma el tiempo en atreverse a ser vulnerable ante el otro, Cassavetes, en Faces, nos obliga a atravesar una emoción, casi siempre de signo contrario, para acceder a esa vulnerabilidad que nuestro tiempo ha hecho tan elusiva.

La película está llena de escenas donde un grupo de personas vive una especie de euforia colectiva, desenfrenada, ebria, donde se mezclan el juego, la danza, el canto y el trabalenguas. Los personajes corren delante de la cámara, se caen y se vuelven a levantar. No dejan de moverse sin encontrar su lugar, un sentido, una orientación. Todas las formas del decir y del movimiento revolotean alrededor del significado, pero no lo asumen totalmente y terminan eludiéndolo.

Sin embargo, estas escenas, que tendremos que atravesar incluso hasta el cansancio, nos llevan al otro lado del sentimiento, donde viven la fragilidad, la violencia, el resentimiento, el perdón, la verdadera ternura, el desamparo.

En cierto sentido, Faces es un tratado de las pasiones para una época en la que nadie se atreve a exponerse afectivamente. El sentimiento se construye como un continuum donde viven los más diversos afectos, desde la alegría banal hasta el más profundo desamparo. Cuando parece que vamos a ahogarnos en la monotonía de un afecto —la alegría orgiástica que muchas veces inunda la cámara— la película nos desplaza siempre a otra zona donde se oculta otra gama de sentimientos que le da un color diferente a lo vivido.

Los sentimientos no se desvelan ni se confiesan. Siguen su curso y nos llevan siempre a un lugar inesperado. Son una línea de fuerza que logra atravesar todos los matices, todas las caras de una persona. No se puede decir que el sentimiento primario sea una máscara que oculta algo más profundo, más sublime, más delicado. Los personajes tienen primero que vivir de forma bullanguera su alegría: bailar, reírse de disparates, hablar sin sentido, cantar, gritar, para dejarnos escuchar lo que vive detrás de ese rumor. Pero a eso solo se alude, se apunta. Muchas veces es otro rumor, de un tono afectivo diferente, el que toma el relevo.

En este mundo de los afectos, la mentira no se opone a la verdad, ni la falsedad a lo auténtico, ni una pretendida alegría a una tristeza más honda, a un desamparo real. El sentimiento, como fuerza, como gama infinita de afectos y pasiones, conecta estos polos, los hila en la trama —quizás sea más exacto decir la maraña— de una vida.

Los personajes parecen decirse entre sí y a nosotros: soy hijo de mi tiempo, pero ante ti nunca tuve pudor respecto a mi desamparo; te lo regalé como esa parte sin la cual sería imposible la melodía de mi alma.